Álamo Jim
Viento fresco y rayos de sol asoman por la ventana
de la habitación. Marcelo y yo empezamos a vestirnos con la ropa que tenemos
preparada desde la noche anterior al pie de la cama. La casa esta en completo
silencio pero hay mucho movimiento. Papá y mamá cargan el auto. El pronóstico
de la noche anterior daba lluvias para el fin de semana pero ellos no
suspendieron el viaje. Parecía estar pactado entre ellos que saldríamos de
excursión sin importar que fuera a llover. Nos íbamos al Puente Romero en
carpa. Nunca habíamos salido juntos de vacaciones. Nunca hubo tiempo. Nunca
tuvimos ahorrada la plata necesaria. Poco importaba un reporte del tiempo
dudoso y que en el auto viajáramos muy apretados 250 kilómetros .
Partimos
temprano. Papá nos contó que no quería hacer el camino pegado a la cola de un
acoplado porque nunca se sabe cuando van a frenar. Su experiencia como
conductor se reducía a algunos consejos del abuelo y a unos cuantos paseos dentro
del barrio. Él estaba muy preocupado por el espejo retrovisor. El despliegue
del equipaje dentro del auto parecía muy calculado. En los huecos que dejaban
los asientos se acomodaron dos faroles a kerosén, una parrilla de hierro, una cacerola,
varias mantas y bolsas de dormir. Marcelo y yo viajaríamos separados por varios
bolsos llenos de ropa y una heladerita con agua fría para el camino. En plan de
no salir tarde fue que llevábamos un termo de café con leche para calentar el
cuerpo, algo de longaniza y pan para llenar la panza.
Fue
recién cuando dejamos atrás la ciudad de Cañuelas que el transito disminuyó y
papá se aflojó y nos contó, entusiasmado, que estábamos ingresando al centro
mismo del desierto pampeano. Un sitio de aguas saladas, lagunas como mares y
animales nobles. Tierra de malones. Campos de batallas del generalísimo Rosas y
Roca. Lugares con historias viejas como la patria, con gauchos en eterna fuga
de la ley como Álamo Jim y soldados de fortín como Cabo Savino.
En
la Ruta 3 fuimos
conociendo la historia de Álamo Jin. El solitario jinete pampeano que vivía
escapando del ejercito por una causa injusta que le habían inventado para
meterlo preso. A papá le gustaba contar historias de héroes solitarios y a
nosotros nos divertía escucharlas. Íbamos contentos hacia las aguas del Río
Salado. A las tierras negras que escondían facones, puntas de flechas y lanzas.
Era nuestro primer viaje en auto. Mamá viajaba en silencio. Escuchaba atenta el
relato que la convertía en la novia del “Álamo”. Novia que usaba un pañuelo
azul igual al que tenía puesto en la cabeza. Papá creía que nosotros éramos su
familia perfecta. Su pandilla. Esa mañana nos contó varias historias en las que
los bandidos les ganaban a los milicos y huían con su botín.
Al
llegar a pueblo Gorchs doblamos a la derecha en un cruce y seguimos la marcha
por un camino de tierra. Desde ahí fueron 14 kilómetros de
saltos en el barro y los charcos hasta llegar al Puente Romero. Papá manejó
bien. Iba tomado del volante con su dos manos y los ojos puestos en el camino
mientras mamá limpiaba el parabrisas. El lugar era un enorme sitio plano en
donde el río Salado se convertía en laguna con poca profundidad y muchas aves
comiendo sobre el agua. En la orilla los eucaliptos dejaban caer su sombra mansa
sobre las vacas y el pasto se movía con el agua que corría hacia el oeste.
Estacionamos debajo del puente de hormigón. Junto a la orilla un viejito
pescaba con la radio encendida y el mate a un costado sobre un banquito de
madera. Del otro lado del puente una construcción de ladrillos a la vista con
un cartel de Cinzano funcionaba de almacén y bar. Eso era todo.
De
tarde, luego del almuerzo salimos en auto rumbo al sur. A tres kilómetros del
puente el auto se detuvo frente a un cartel de Vialidad. Papá se bajó del auto
y abrió el baúl. Sacó dos fundas de cuero y de ellas dos pistolas negras. Muy
negras. Le pasó una a mamá para que la sostenga mientras él cargaba la otra.
Una a una introdujo las balas en un cargador también negro. Luego repitió la
operación con la pistola que sostenía mamá. Él, pistola en mano, caminó hasta
el alambrado, colocó una botella de leche sobre un poste y regresó junto a
nosotros. Papá y mamá se separaron del auto unos metros, tomaron las armas, se
pararon firmes con los brazos extendidos hacia delante y comenzaron los
disparos. Seis por cada uno. El sonido de los doce disparos es seco. Atraviesa
el campo en silencio. Quizás como un silbido veloz. La pobre botella cae a la
tierra partida en varios pedazos. Ellos se detienen. Mamá apoya la pistola
sobre el capot del auto y se sienta. Papá regresa hasta el baúl y desenfunda
dos carabinas. Apoya una carabina contra su pecho y con la otra en la mano nos
llama. Sin moverse del sitio nos enseña como sostener la carabina con el
hombro. Hace movimientos precisos y cortos. Los repite. Me pasa un arma y me
ordena que repita lo que él me mostró. Después nos muestra como meter la bala
en la recamara. “Hay que pararse de manera que el recule del arma no desvíe el
tiro”. Esto es muy importante. “Hay que respirar antes de gatillar”. Esto es
muy importante. Nos da una carabina a cada uno con el cargador lleno. Se
escucha: Alza, Mira. Guión. Marcelo no dispara. Yo cierro los ojos. Muevo el
índice derecho. Respiro. Disparo mi primer balazo. La bala sale al medio del
campo. A la nada. Marcelo se da vuelta con la carabina sin disparar y papá se
la saca de un tirón. Después le da un golpe con la mano abierta en la cara y le
grita: “Pelotudo, no se juega con las armas”. Esto es muy importante. Marcelo llora.
Mi madre insulta a mi padre. Pelean en voz alta. Ella lo trata de salvaje y él
de tarada. Marcelo llora más fuerte. Yo tomo el brazo de papá y trato de
alejarlo de mamá. Él retrocede. Mamá se calla. Camino tomado del brazo derecho
de papá hasta el baúl y lo ayudo a enfundar las armas. Cerramos el auto y
encendemos el motor sin hablar. De regreso a nuestro campamento en Puente
Romero mamá viajó en el asiento de atrás con Marcelo. Papá me sentó sobre sus
rodillas al volante.
Nadie
habló en la cena. Me acosté sobre la bolsa de dormir sin taparme. Los mosquitos
no molestaban. No hacia frío. Se escuchaban conversaciones de hombres viejos
que pescaban alejados del puente. ¿Pasaríamos las vacaciones disparándole a los
postes, pájaros, botellas y aprendiendo a limpiar una pistola?, ¿Éramos una
banda o una familia? ¿Papá era el jefe y, por alguna razón, yo lo sería en su
ausencia?