lunes, 11 de noviembre de 2013

Texto 11

Cuerpos celestes


El 7 de Diciembre de 1974 amaneció con pequeñas nubes grises de lluvia atravesado el cielo. Gabriel y, su hermano, Marcelo salieron de su casa rumbo al club. Temprano. Saludaron a los vecinos que vivían en las dos casas que separaban la suya de la del Colo. Primero al peluquero de mujeres y luego a las dos viejas García. Las solteronas del barrio. Dos hermanas que quedaron solas después de la muerte de su madre y que nadie visitaba, ni reclamaba, ni sepultaría de seguro. Llegaron a la casa del Colo diez minutos después de despedirse de su madre con un beso y un abrazo en la entrada de su casa y caminar sobre una vereda de baldosas, hoy, particularmente limpia.
            En la puerta de la entrada a la casa del Colo golpearon las manos para anunciarse y al instante aparecieron el Peca y su hijo que estaban cerca de la entrada con dos sanguches de mortadela para compartir. Los tres muchachos salieron caminando por la vereda de la calle San Pedro hasta la avenida 9 de Julio. Caminaban despacio. Debían recorrer cuatro cuadras en 20 minutos. En la sede del Club se reunirían simpatizantes, banderas y bombos celestes. Desde allí varios colectivos trasladarían a los hinchas hasta la estación de trenes de Temperley. Para llegar a la esquina de la avenida 9 de Julio los tres jóvenes pasaron debajo de seis naranjeros silvestres, saludaron a varios vecinos fanáticos históricos del Club Temperley demasiados viejos como para viajar todo un sábado en tren hasta Junín. En el estadio de Sarmiento de Junín, vieja ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires, se jugaría la final del torneo del ascenso 74.
            La mañana del 7 de diciembre a las 7: 45 horas ameritaba llevar puesto algún abrigo, por lo menos, hasta que el solcito calentara un poco. Gabriel llevaba su pulóver preferido atado por las mangas sobre el pecho. Marcelo un Suéter atado a la cintura y el Colo el buzo del colegio que era abrigado y estaba viejo. 
            La avenida 9 de Julio esa mañana se veía como cualquier sábado anterior. Es decir: pocos colectivos y pocos peatones. En la esquina de San Pedro y 9 de Julio un carro de caballos se detuvo de golpe. El lechero se levantó de su asiento de madera, ató las riendas y se bajó con una cesta de alambre con lácteos. Golpeó la puerta de una casa blanca, que supo tener un kiosco en la ventana que abre a la avenida, y dejó dos leches y un yogurt. El kiosco “Avenida” que tiempo atrás fue atendido por una tía solterona de los hermanos Costanzo cerró sus puertas cuando el templo de la Madre María, la misma que atendía al presidente Hipólito Yrigoyen, dejó de atraer turistas y curiosos por estos pagos.
            Una cuadra después al llegar a la esquina de Soler y 9 de Julio los tres muchachos caminaban conversando sobre el día que les esperaba y juntaban las monedas para comprar, ni bien se alejaran un poco, el atado de cigarrillos para el viaje. Para eso debían, al menos, dejar atrás la peluquería de señoras, el almacén de Don Pedro y el kiosco de diarios que vendía tabaco. Sitios, estos, demasiados visitados por sus padres como para que un comentario sobre esta compra no llegara a sus oídos. En el trayecto dejaron atrás la Panadería, la ferretería y la Quinta de los Pretti. Única Mansión con gran parque y estatuas con forma de león en todo el barrio. Pasaron por la casa de la rubia renga que trabajaba de noche en la puerta de su casa y recién se sintieron libres de comprar puchos al llegar al corralón de materiales de construcción que ponía la publicad en la cancha del celeste.
            El 7 de diciembre a las 8 de la mañana ningún micro llegó para transportar hinchas celestes porque fue asesinado un chofer miembro del Sindicato del Trasporte. Esta muerte provocó un paro con movilización a Plaza de Mayo en pedido de medidas de seguridad para los trabajadores. Esa mañana por lo tanto todos los que llegaron a la sede del Club fueron alertados de que se retrasaría 20 minutos “La locomotora del Sur” para que los socios llegaran con el tiempo justo como para poder de subirse y partir. A las 8:15 Gabriel, Marcelo y el Colo salieron corriendo hasta la estación de trenes. Llevaban el boleto en la mano y la plata para lo puchos aún en el bolsillo. Sin prestarle ninguna atención dejaron atrás la cancha de Temperley que miraba en silencio la partida de sus parciales y los colegíos de monjas del barrio: Huerto y Belgrano donde sus alumnos pupilos se preparaban para entrar a clase.
            La estación de trenes de Temperley vestía de fiesta como si fuera un feriado nacional. El andén principal lucia banderas nacionales y el jefe en persona fue el encargado del dar el pitazo que despidió al malón de fanáticos que al ritmo de los bombos, algunos recién estrenados, gritaban: Soy celeste… celeste, yo soy.
            La locomotora del Sur o el tren celeste según quien lo comente pasó por varias estaciones vacías sin detenerse. El convoy viajaba en un horario no frecuente y además, de haber podido, nadie hubiera querido subir con semejante jauría adentro. En todo el tren no viajaba una sola mujer y abundaban los bombos, las cadenas y las cachiporras. El presagio de un atentado de la hinchada de Lanús, ya eliminado, corrió por todo el barrio en los días anteriores a la partida. En el quinto vagón, empezando desde la maquina, Gabriel, Marcelo y el Colo encendían el primer cigarrillo mangueado sin que nadie prestara atención a semejante hazaña.
            El tren con rumbo a Junín a las 9: 30 se detuvo en Santos Lugares. La parada permitió que la mayoría de los pasajeros se bajaran a mear contra una pared pintada de blanco. Un pequeño grupo abandonó la estación en busca de provisiones. Marcelo y el Colo se bajaron en busca de un kiosco donde poder comprar el preciado atado de cigarrillos. Gabriel custodiaba los asientos que, a esta altura del viaje, empezaban a convertirse en camas. El grupo que salió de recorrida por el pueblo regresó corriendo con una Torta decorada de  tres pisos. Un señor mayor los corría gritándoles desde atrás. El 7 de diciembre Paula Jiménez hija de quien corría a los forajidos celestes festejaría sus 15 años y aquella era su torta de cumpleaños. El anciano pedía que la devuelvan. Gritaba que les compraría otra. Nadie atendió sus reclamos. Quedo junto al peón de la estación que lo ayudaba a respirar. A las 9:45 en varios vagones se comían la torta del campeón a tres pesos la porción. Por cinco se le podía agregar un chupetazo de cantimplora con tinto.
            A las 9:50 de la mañana Elsa, la madre de los hermanos Gabriel y Marcelo, escuchaba la radio. Solía hacerlo de mañana porque no leía los diarios y por lo general creía que era bueno salir de la casa informada. Daniel, su padre, estaba en el taller de herrería de la familia tomando mate y esperando que el carbón ardiera lo suficiente como para poder trabajar un hierro que tenía destino de herraje. El Peca con su portátil encendida escuchaba tangos clásicos y su esposa comenzaba a bajar las cajas de cartón con las cosas de navidad en donde varias pelotas de plástico esperaban salir para adornar el árbol de ese año. A ella le gusta ponerlo en el living pero esta navidad, convencida por su esposo, lo armó en la cocina para poder disfrutarlo en las cenas de todo diciembre.
            Al cruzar el tren los límites de Chacabuco las nubes grises que amenazaban con descargar una lluvia de diciembre, es decir: corta pero furiosa, eran parte del pasado. Los cuerpos sudorosos y cansados de los ladrones de tortas, de los que tocaron el bombo desde la partida y de aquellos que gritaban consignas futboleras y políticas iban en un profundo reposo. Se podría decir que en ese momento un tren fantasma celeste avanzaba en silencio por el Oeste de la provincia de Buenos Aires surcando vías custodiadas con algún que otro patrullero apostado sobre la ruta 5. El humo mágico del cigarrillo que compartían Marcelo, Gabriel y el Colo recorría el vagón asiento por asiento hasta salir por la primer ventanilla con los vidrios rotos.
            A las 11:45 del 7 de diciembre de 1974 en la estación de ferrocarril de Junín estaban sólo el jefe y su ayudante. Ese día el funcionamiento del servicio de pasajeros se vio alterado por completo provocando varias dificultades. La mas insignificante pero no menos grave fue que el Bar estuviera cerrado dejando sin la grapa de la mañana a varios habitúes. Entre ellos a Pedro Jiménez, que sin saberlo aún, no encontraría la torta que él pagó un mes atrás como regalo en el cumpleaños de su sobrina. Motivo por el cual se encontraba esa mañana esperando el tren con destino a Santos Lugares. Los tipos que se la habían robado y comido en ese momento tocaban el piso de Portland recién terminado de barrer con aserrín y gas oil.
            La estación de Junín, inaugurada en pleno Peronismo del 50, fue el sitio del desembarco de miles de fanáticos que renovaron su espíritu festivo al encaminarse hacia el centro de la ciudad en busca de comida, baños y kioscos. Sólo un pequeño grupo se retrasó unos minutos pintando con aerosol dos cerdos que dentro de una jaula esperaban el traslado a la capital. Centenares de personas llegaron de golpe al centro de la ciudad en la hora del almuerzo. Todos querían comer. Los vecinos de Junín, que no dejaban de comentar los desastres del sábado anterior cuando jugaron Lanús y Unión, atendieron las recomendaciones de la Policía y no salieron de sus casas. Aún estaba presente en su memoria aquel desastre gratuito. Los visitantes rompieron vidrieras y destrozaron varios bancos de la plaza tomando por sorpresa a los milicos locales que jamás habían visto tanta gente junta y malhumorada.
            Como suele suceder en todos los pueblos la advertencia la desoyeron una Parrilla y una heladería del mismo dueño. Gonzáles convencido de que las ventas seguras superarían los destrozos posibles eligió la piolada de estar abierto todo el día. A las 12:10 la heladería “Delicias” fue copada por un grupo de veinte personas que ingresaron en el pequeño local para vaciar las heladeras mientras la muchacha que atendía se encerraba en el baño. A pocos metros otro grupo le arrebataba una bandeja de panchos al mozo que caminaba rumbo a la única mesa ocupada por de gente del lugar. Recién bajados de un camión dos cajones de cerveza que estaban en la vereda abandonaron el lugar en manos de cuatro forajidos que huían al grito de: Temperley…, temperley… Diez minutos después un patrullero despejó el lugar y un camión hidrante, recién llegado a Junín como refuerzo, despejaron la zona por completo.
            El 7 de diciembre del 74 Marcelo sintió asfixia o asma por primera vez en su corta vida. Probó respirar tapándose la nariz y la boca con las manos pero no detuvo el efecto de los gases. Tosió fuerte más de una cuadra. La misma suerte corrieron dos perros que paseaban por la vereda rumbo a la basura como todos los días. Gabriel y el Colo salieron corriendo antes que Marcelo y escaparon de los gases.
            Para las 13:00 en el estadio Eva Perón de Junín estaba el grueso de la hinchada salvo una docena de detenidos que horas después tuvieron que conformarse con escuchar el partido por la radio. La estrategia de la policía fue despejar de forajidos la ciudad y qué mejor lugar para meterlos a todos que el propio sitio donde se jugaría la final. La innovadora medida de permitir el ingreso de los hinchas con tiempo de sobra fue tomada por el jefe de policía en la soledad de su despacho el día anterior y luego fue comunicada por teléfono al intendente de Junín. La idea fue un éxito porque juntó a los simpatizantes de Temperley en la cancha donde los daños serían menores y la policía se encargó de que nadie pudiera salir hasta que terminara el partido. El tren en el que viajaban la mayoría de los simpatizantes del adversario celeste: Unión de Santa Fe fue detenido por el ejercito en medio de la nada y llegaron sobre la hora lo cual ayudo a mantener el orden
            A las 14:30 del día del partido más esperado de sus vidas Gabriel, Marcelo y el Colo están sentados sobre los primeros escalones de la tribuna abatidos del calor y las corridas. Seguramente no los ayudaría a sentirse bien el atracón de tabaco que se pegaron mientras esperaban. A las 15:25 el estadio de Junín sintió el peso de las hinchadas sobre las espaldas de sus tribunas. Miles de simpatizantes empezaron a olfatear que este no era un día como cualquier otro. Hoy se jugaba una final del ascenso y eso era Historia. Tomados de las manos, con los brazos sobre los hombros, apretados, un montón de cuerpos celestes se fueron transformando en un solo hombre. En una sola bandera, en un único bombo y una sola garganta capaz de derribar la débil alambrada que separaba el campo de la tribuna.
            Sobre las 15:30 hs Sergio García juez del partido designado por la AFA dio el pitazo inicial. A unas pocas cuadras el Jefe de estación preveía, en una tarde acalorada, bajo un ventilador de techo que el ferrocarril no cambiaba desde la inauguración, que la evacuación de esa gente tendría que ser el acto más veloz de su carrera como ferroviario. A muchas cuadras de allí, por no decir 287 kilómetros, la madre del Colo sintió un dolor en el pecho que ella misma creyó ver como una premonición: el celeste perdería por 2 goles y su hijo y sus amigos serian golpeados por una avalancha. Diez minutos más tarde el Peca, prevenido por su esposa del posible funesto futuro de su Club y su hijo le contestó: “no seas pelotuda” y siguió con su trabajo.
            A las 16:13, es decir 43 minutos después de iniciado el partido media cancha se encendió y la otra casi se muere en un instante. El cielo seguía despejado cuando el balón rebotó contra la red que defendía el arquero celeste: Hernandorena. El zurdo Garello jugador de Unión de Santa Fe, que 48 horas atrás festejaba el nacimiento de su hija, ingresaba gol mediante en la historia de su Club. Las bocas, los pechos y las manos de siete mil hinchas de Temperley se detuvieron en el estadio y miraron al cielo buscando una explicación. Alguien gritó: Vamos Celeste la puta que lo parió y todos encendieron el grito: Soy celeste, celeste yo soy. En ese momento el padre del Colo puteó a su esposa por mala onda y agorera de tragedias. El padre de Gabriel que ya había transformado el hierro en herraje abría la persiana con la radio encendida y largaba una puteada.
            Durante los quince minutos que duró el entretiempo los celestes no dejaron de alentar a su equipo como si ganaran por tres tantos. Poseídos por una fe ciega y arrolladora los muchachos agitaban banderas al calor de los cantos y los bombos. A las 16:30 salieron los jugadores de ambos equipos mientras el arbitro Sergio García se dirigía al centro de la cancha para dar el pitazo inicial del segundo tiempo. Tres minutos fueron necesarios para que Di Bastiano convirtiera el gol del empate venciendo al arquero Burtovoy y destapara el delirio de la hinchada. Los comentaristas de radio apostados en sus cabinas sobre la hinchada de Temperly dejaron de ser neutrales y se sumaron a un festejo que olía a campeonato. A partir de ese momento la hinchada de Temperley solo cantó una y otra vez: Dale campeón, dale campeón.
            A las 16.35 el jefe de la estación miró su reloj y cálculo que había llegado la hora de proteger el lugar. Empezó por cerrar los postigones para proteger los vidrios. Luego cerraría también su despacho porque nadie vendría  ese día a comprar un boleto. En la comisaría los hombres que preparaban el relevo de quienes ahora trabajaban en la cancha se probaban las armas y las gorras. Cerca del estadio, en los carros hidrantes, la policía seguía atenta los acontecimientos con la radio encendida. Su preocupación era el final del partido.
            A los treinta minutos del segundo tiempo Patti cae derribado en el área chica de unión y el árbitro cobra penal a favor de Temperley. Los siete mil corazones que estaban en la cancha y las orejas de miles de vecinos se paralizaron al mismo tiempo. El negro Corbalán se paró frente a la pelota. Los jugadores de Unión lo hicieron sobre la línea de cal del área grande. El Juez apalabró al arquero. Once metros separaban el balón de la red. Él negro podía aumentar y soltar el delirio. A las 17:16 del sábado 7 de Diciembre de 1974 dejaron de importar las fechas, los segundos y los centímetros. El arbitro mira el reloj. Lleva el silbato a la boca. El negro corre los cuatro pasos que los separan de la pelota y sin mirar al arco dispara un zurdazo cruzado que se va por encima del travesaño. El arquero festeja. El negro Corbalán se encorva sobre si mismo. Se toma la cabeza con las manos y mira a su tribuna pidiendo perdón. Se arrodilla para agrandar su gesto. La tribuna lo mira y aplaude sin rencor.
            A Temperley le alcanzó con empate para ascender. Del cuadrangular que definió el ascenso el celeste tuvo el mejor puntaje. Unión subió segundo. El festejo se impuso sobre el análisis deportivo. La felicidad se impuso sobre la bronca de tantos años de sufrimiento y una enorme caravana regresó a Temperley con el título bajo el brazo. Marcelo, Gabriel y el Colo regresaron en la locomotora del Sur. Cinco horas después los hinchas celestes entraron al Berenguer a las dos de la mañana del domingo 8 de diciembre. Allí aguardaban gran parte de la parcialidad que viajó a Junín en auto y muchos de los que se quedaron en el barrio por diversos motivos. El plantel y el cuerpo técnico saludaron a la gente desde el Campo de juego. Se cantó y se cantó y se cantó: Temperley campeón. En la tribuna se veían hombres viejos que lloraban por primera vez por un campeonato ganado. El viejo Perduca, sentado en el banco de suplentes, saludaba con una bandera tomada de la mano a quienes lo reconocían. Gabriel y Marcelo, abrazados a su padre, agradecían ser de Temperley como toda la familia. El Colo los miraba y pedía por su padre. El peca no fue porque su mujer se sentía mal. El abuelo se mamó y no pudo salir de su casa.
            El festejo duró una semana. Los autos con banderas recorrían el barrio. Los diarios El Clarín y Crónica y las revistas deportivas hablaban del equipo Celeste. Las radios repetían los goles de todo el campeonato y entrevistaban a varios jugadores y al cuerpo técnico. Se cerraba así una historia de frustración futbolera pero aún quedaban un par de meses antes del esperado debut en el torneo de primera división en marzo del setenta y cinco.

Marzo 23/3/75
Diario La Nación.

Sobre horas tempranas de la mañana de ayer un grupo de vecinos del barrio San José de Temperley denunciaron, ante las autoridades policiales, el encuentro de varios cuerpos sin vida en un potrero baldío de la calle Santiago del Estero esquina José Sanchez. Según los mismos testimonios los cuerpos registraban varias heridas de bala. Según supo este diario la denuncia incluye la presunción de que el lugar en donde se depositaron los cuerpos fue dinamitado. Razón por la cual se habría iniciado un incendio, de dimensiones menores, en los alrededores que debió ser sofocado por los mismos denunciantes. Parientes de los damnificados aportaron muestras fotográficas que reafirmarían esta hipótesis. En las fotografías se pueden ver restos humanos colgando de los cables de luz. Entre los fallecidos se encontrarían dos menores uno de 14 y otro de 16 años que fueran capturados en la noche anterior. Los denunciantes aseguran que los asesinados son vecinos del barrio y que entre los muertos se encuentra el concejal Peronista Lencina. Los sucesos que habrían comenzado la noche del 21 de marzo con el secuestro, por parte de un grupo de personas que se trasladaban en 14 autos sin patentes, arrojó el saldo luctuoso de 9 muertos entre hombres y mujeres.  

jueves, 7 de noviembre de 2013

Con Texto 16


El próximo lunes 11 se viene el capítulo 11 
que cierra la novela Celeste...

El viaje a Junín y el partido.



domingo, 3 de noviembre de 2013

Texto 10

Cabellos de ángel


La noche del 8 de noviembre se decretó el estado de sitio en todo el país. Durante toda la semana se habló y se habló en la calle, la radio y la tele del asunto. Se preveían y se anunciaban ajustes de cuentas por la muerte de Perón. Esa noche mamá nos llamó a cenar más temprano que de costumbre. Solíamos comer luego del informativo de Canal 13. Pero por alguna razón hubo cambio de rutinas y nos perdimos los discursos que trasmitiría cadena nacional.
            En la cocina una pequeña nube de vapor sobrevolaba los platos hondos color azul. La sopa de fideos debía beberse caliente. Muy caliente y salada. Según papá esas eran las condiciones indispensables para mejorar la comida de los pobres. El salero, el botellón de agua y los vasos altos de vidrio acompañaban todas nuestras comidas. Comíamos en la cocina. En una mesa que se apoyaba contra la ventana por la que se veían las hojas y las ramas de los altos plátanos de la vereda. Comíamos apretados. Cerca de la olla, con sus olores de verduras y carne con hueso hervida. El ambiente era húmedo. En la cocina habitaba un silencio que permitía oír el sonido metálico de las cucharas dando vueltas sobre los platos para enfriar el caldo. En los remolinos de la sopa los fideos se despegaban. Cada cabello de ángel se transformaba en un hilo amarillo capaz de armar dibujos abstractos en el agua. Me encantaban los círculos y los anillos que los fideos dibujaban en mi plato. 
            Mamá esa noche terminó su sopa apurada, bebió un vaso de vino de golpe y se paró. Nos tomó de la mano y nos llevó a Marcelo y a mi hasta el pasillo que unía la cocina con los dormitorios y el baño. Nos apoyó con la espalda contra la pared. Tomo distancia y nos observó. Sus ojos marrones se movían inquietos. Era evidente que median distancias, calculaban inclinaciones y verificaban alturas. Unos segundos después parecía satisfecha y entonces nos habló: Si escuchan ruidos de disparos dejen todo lo que estén haciendo y corran a este lugar. Los quiero parados como están ahora, con la vista puesta y atenta en la escalera. No se muevan salvo que escuchen órdenes mías o de papá. Si el ataque es de noche, cosa que es lo más probable, apaguen las luces y el televisor. Por nada del mundo griten.
            Marcelo y yo la miramos tomados de la mano. Inmóviles. Ella, entonces, amplió la información. Nos dio detalles que parecían muy calculados: Elegimos el pasillo como refugio porque es angosto y permite controlar los accesos a la casa. En caso de que se arme un tiroteo acá estarían a salvo. El lugar no tiene ninguna ventana y por lo tanto esta fuera del alcance de las balas o de la caída de los vidrios. Además y esto es muy importante, nos dijo mamá sin cambiar el tono, para usar las armas esperen siempre una señal nuestra. Las pistolas están en mi cuarto. Bajo la cama.
            Mamá articulaba cada palabra. Hablaba despacio. Quería que entendiéramos y memorizáramos lo enseñado detalle por detalle. Antes de cambiar de tema nos aclaró: en caso de estar solo debíamos hacer lo mismo pero quien daría las órdenes sería yo por ser el más grande.
            Después la cena continuó con la sopa más fría pero como siempre: Sin televisión, sin series norteamericanas, sin películas de bestias malditas o fútbol. En la hora de la comida sólo se podía conversar. Por suerte no rezábamos. Mamá y papá odiaban tener que rezar. No podían ver a las monjas y a los curas. Jamás nos llevaron a una Iglesia ni a una misa pero nos bautizaron con padrinos y todo. Mi padrino de bautismo era también mi tío, el hermano de papá. Él llevaba pistolas en el auto. Las llevaba porque mi abuelo, su padre, tenía miedo de que lo asaltaran cuando él hacía la cobranza de la empresa. El abuelo, también, usaba una escopeta.
            No era un secreto para nosotros que en casa se escondían armas. Marcelo y yo sabíamos cual era el sitio aún antes de la confesión de mamá. El lugar era un medio cajón de madera que un hábil carpintero supo disimular para resguardar los anillos de oro de la abuela y algo de dinero extranjero. Costumbres familiares de épocas en que se vivían guerras. En el bajo fondo esperaban por nosotros dos calibres 38 y un 22 que secretamente ya habíamos repartido por las nuestras. Yo quería la de culata de madera. En el mismo cajón se guardaban varias cajas de cartón con municiones. Cada arma tenía reservada tres cajas de balas. Las pistolas estaban envueltas en franelas amarillas dobladas sobre si mismas como triángulos de un barrilete. En un rincón del cajón la Magnum, color negro brillante, de papá dormía en su estuche de cuero.
            La cena concluyó con los platos a medio terminar y una última recomendación de mamá: si apuntan, disparen. En mi plato los cabellos de ángel se veían estirados y flacos. Fríos. Muertos de miedo. Nos fuimos a dormir sin nada en el estomago.  
            …El olor de la comida nos lleva directo hasta un techo de chapa de cinc despintado. El lugar desde el cielo parece ser un gallinero abandonado. Está vacío y tiene la puerta abierta. A los costados y en el frente de lugar hay mucha semilla desparramada. El aire permite oler lejanas tormentas de viento. Marcelo y yo somos parte de una bandada de mirlos que cae hambrienta sobre la comida. Caemos juntos. En picada. Llevamos las alas apretadas al cuerpo hasta estar cerca del suelo. A centímetros del césped un movimiento del cuerpo permite un aleteo suave y silencioso. Apoyamos el cuerpo en la tierra sin alborotos. No podemos descubrir nuestra presencia. No sabemos si hay perros o gatos sueltos. Tenemos miedo. Nadie quiere ser descubierto. Dando pequeños saltos entramos al gallinero. Adentro ya hay gorriones, palomas y calandrias que se golpean entre si. Caen plumas y cagadas de los que vuelan con el estomago satisfecho. Sobran pulgas y el olor es fétido. Los desesperados se pisotean entre si con tal de alcanzar un hueco para picotear semillas.
            Marcelo y yo nos arrinconamos en un costado, contra una pared de madera, en la cara del gallinero opuesta a la puerta. Pocos llegaron hasta allí. La mayoría, apurados, se aprietan en la entrada. Sobre nosotros vuelan varios gorriones empujando por un lugar.
            Tengo el pico empastado de tragar alpiste y mijo. El hambre gobierna nuestros actos. Desde la izquierda picotean el ala de Marcelo para empujarlo y hacer espacio. Yo salto a defenderlo. No llego. Me detienen las alas de una lechuza. Le pican la cara. Un ojo. Cae.
            Un perro ladrando como loco sale de la casa. Corre directo hacia nosotros. Salta y se arroja contra el alambre. Impacta sus dientes contra una madera. Un hombre viene detrás del perro. Es un amigo de papá. Un italiano que peleó en la segunda guerra mundial. El tipo entra y cierra la puerta. Una estampida de gorriones asustados se estrella contra la pared del fondo y caen sobre nosotros. Comienzan los disparos. Los cadáveres se desparraman en varios pedazos. Las patas, los picos y las alas se desprenden de los cuerpos. Los mirlos saltan sobre el asesino y le clavaban sus picos y sus garras. Uno llega a incrustarle un picotazo en la oreja. El hombre enloquece y empieza a girar en redondo disparando con las dos armas. Una en cada mano. Además con sus piernas pisotea todo cuanto tiene cerca. El dolor lo transformó en una maquina asesina.
            Pensé que el asesino reconocería que éramos los hijos de su amigo y nos salvaría. Pero no. Trato de empujar a mi hermano herido para acercarnos hasta el alambre de gallinero. Marcelo me sigue en una pierna. Mi plan es fugarnos por un pequeño hueco. Llegamos. Clavo mis dos piernas sobre un cuerpo de una calandria y empujo hasta asfixiarme con tal de sacar el cuerpo de ese lugar. Las alas se me traban. Los disparos aumentan. El cielo se oscurece. Siento que me oprimen el pecho. Vomito las pocas semillas que aún guardo en el pico. A un costado Marcelo, con los ojos ensangrentados, muere aplastado. Yo también caigo sobre él…

(continuará....)

Con Texto 15

Fotos de Puente Romero*.....





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Fecha de impresión: 03 Noviembre 2013 a las 9:04pm
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