lunes, 11 de noviembre de 2013

Texto 11

Cuerpos celestes


El 7 de Diciembre de 1974 amaneció con pequeñas nubes grises de lluvia atravesado el cielo. Gabriel y, su hermano, Marcelo salieron de su casa rumbo al club. Temprano. Saludaron a los vecinos que vivían en las dos casas que separaban la suya de la del Colo. Primero al peluquero de mujeres y luego a las dos viejas García. Las solteronas del barrio. Dos hermanas que quedaron solas después de la muerte de su madre y que nadie visitaba, ni reclamaba, ni sepultaría de seguro. Llegaron a la casa del Colo diez minutos después de despedirse de su madre con un beso y un abrazo en la entrada de su casa y caminar sobre una vereda de baldosas, hoy, particularmente limpia.
            En la puerta de la entrada a la casa del Colo golpearon las manos para anunciarse y al instante aparecieron el Peca y su hijo que estaban cerca de la entrada con dos sanguches de mortadela para compartir. Los tres muchachos salieron caminando por la vereda de la calle San Pedro hasta la avenida 9 de Julio. Caminaban despacio. Debían recorrer cuatro cuadras en 20 minutos. En la sede del Club se reunirían simpatizantes, banderas y bombos celestes. Desde allí varios colectivos trasladarían a los hinchas hasta la estación de trenes de Temperley. Para llegar a la esquina de la avenida 9 de Julio los tres jóvenes pasaron debajo de seis naranjeros silvestres, saludaron a varios vecinos fanáticos históricos del Club Temperley demasiados viejos como para viajar todo un sábado en tren hasta Junín. En el estadio de Sarmiento de Junín, vieja ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires, se jugaría la final del torneo del ascenso 74.
            La mañana del 7 de diciembre a las 7: 45 horas ameritaba llevar puesto algún abrigo, por lo menos, hasta que el solcito calentara un poco. Gabriel llevaba su pulóver preferido atado por las mangas sobre el pecho. Marcelo un Suéter atado a la cintura y el Colo el buzo del colegio que era abrigado y estaba viejo. 
            La avenida 9 de Julio esa mañana se veía como cualquier sábado anterior. Es decir: pocos colectivos y pocos peatones. En la esquina de San Pedro y 9 de Julio un carro de caballos se detuvo de golpe. El lechero se levantó de su asiento de madera, ató las riendas y se bajó con una cesta de alambre con lácteos. Golpeó la puerta de una casa blanca, que supo tener un kiosco en la ventana que abre a la avenida, y dejó dos leches y un yogurt. El kiosco “Avenida” que tiempo atrás fue atendido por una tía solterona de los hermanos Costanzo cerró sus puertas cuando el templo de la Madre María, la misma que atendía al presidente Hipólito Yrigoyen, dejó de atraer turistas y curiosos por estos pagos.
            Una cuadra después al llegar a la esquina de Soler y 9 de Julio los tres muchachos caminaban conversando sobre el día que les esperaba y juntaban las monedas para comprar, ni bien se alejaran un poco, el atado de cigarrillos para el viaje. Para eso debían, al menos, dejar atrás la peluquería de señoras, el almacén de Don Pedro y el kiosco de diarios que vendía tabaco. Sitios, estos, demasiados visitados por sus padres como para que un comentario sobre esta compra no llegara a sus oídos. En el trayecto dejaron atrás la Panadería, la ferretería y la Quinta de los Pretti. Única Mansión con gran parque y estatuas con forma de león en todo el barrio. Pasaron por la casa de la rubia renga que trabajaba de noche en la puerta de su casa y recién se sintieron libres de comprar puchos al llegar al corralón de materiales de construcción que ponía la publicad en la cancha del celeste.
            El 7 de diciembre a las 8 de la mañana ningún micro llegó para transportar hinchas celestes porque fue asesinado un chofer miembro del Sindicato del Trasporte. Esta muerte provocó un paro con movilización a Plaza de Mayo en pedido de medidas de seguridad para los trabajadores. Esa mañana por lo tanto todos los que llegaron a la sede del Club fueron alertados de que se retrasaría 20 minutos “La locomotora del Sur” para que los socios llegaran con el tiempo justo como para poder de subirse y partir. A las 8:15 Gabriel, Marcelo y el Colo salieron corriendo hasta la estación de trenes. Llevaban el boleto en la mano y la plata para lo puchos aún en el bolsillo. Sin prestarle ninguna atención dejaron atrás la cancha de Temperley que miraba en silencio la partida de sus parciales y los colegíos de monjas del barrio: Huerto y Belgrano donde sus alumnos pupilos se preparaban para entrar a clase.
            La estación de trenes de Temperley vestía de fiesta como si fuera un feriado nacional. El andén principal lucia banderas nacionales y el jefe en persona fue el encargado del dar el pitazo que despidió al malón de fanáticos que al ritmo de los bombos, algunos recién estrenados, gritaban: Soy celeste… celeste, yo soy.
            La locomotora del Sur o el tren celeste según quien lo comente pasó por varias estaciones vacías sin detenerse. El convoy viajaba en un horario no frecuente y además, de haber podido, nadie hubiera querido subir con semejante jauría adentro. En todo el tren no viajaba una sola mujer y abundaban los bombos, las cadenas y las cachiporras. El presagio de un atentado de la hinchada de Lanús, ya eliminado, corrió por todo el barrio en los días anteriores a la partida. En el quinto vagón, empezando desde la maquina, Gabriel, Marcelo y el Colo encendían el primer cigarrillo mangueado sin que nadie prestara atención a semejante hazaña.
            El tren con rumbo a Junín a las 9: 30 se detuvo en Santos Lugares. La parada permitió que la mayoría de los pasajeros se bajaran a mear contra una pared pintada de blanco. Un pequeño grupo abandonó la estación en busca de provisiones. Marcelo y el Colo se bajaron en busca de un kiosco donde poder comprar el preciado atado de cigarrillos. Gabriel custodiaba los asientos que, a esta altura del viaje, empezaban a convertirse en camas. El grupo que salió de recorrida por el pueblo regresó corriendo con una Torta decorada de  tres pisos. Un señor mayor los corría gritándoles desde atrás. El 7 de diciembre Paula Jiménez hija de quien corría a los forajidos celestes festejaría sus 15 años y aquella era su torta de cumpleaños. El anciano pedía que la devuelvan. Gritaba que les compraría otra. Nadie atendió sus reclamos. Quedo junto al peón de la estación que lo ayudaba a respirar. A las 9:45 en varios vagones se comían la torta del campeón a tres pesos la porción. Por cinco se le podía agregar un chupetazo de cantimplora con tinto.
            A las 9:50 de la mañana Elsa, la madre de los hermanos Gabriel y Marcelo, escuchaba la radio. Solía hacerlo de mañana porque no leía los diarios y por lo general creía que era bueno salir de la casa informada. Daniel, su padre, estaba en el taller de herrería de la familia tomando mate y esperando que el carbón ardiera lo suficiente como para poder trabajar un hierro que tenía destino de herraje. El Peca con su portátil encendida escuchaba tangos clásicos y su esposa comenzaba a bajar las cajas de cartón con las cosas de navidad en donde varias pelotas de plástico esperaban salir para adornar el árbol de ese año. A ella le gusta ponerlo en el living pero esta navidad, convencida por su esposo, lo armó en la cocina para poder disfrutarlo en las cenas de todo diciembre.
            Al cruzar el tren los límites de Chacabuco las nubes grises que amenazaban con descargar una lluvia de diciembre, es decir: corta pero furiosa, eran parte del pasado. Los cuerpos sudorosos y cansados de los ladrones de tortas, de los que tocaron el bombo desde la partida y de aquellos que gritaban consignas futboleras y políticas iban en un profundo reposo. Se podría decir que en ese momento un tren fantasma celeste avanzaba en silencio por el Oeste de la provincia de Buenos Aires surcando vías custodiadas con algún que otro patrullero apostado sobre la ruta 5. El humo mágico del cigarrillo que compartían Marcelo, Gabriel y el Colo recorría el vagón asiento por asiento hasta salir por la primer ventanilla con los vidrios rotos.
            A las 11:45 del 7 de diciembre de 1974 en la estación de ferrocarril de Junín estaban sólo el jefe y su ayudante. Ese día el funcionamiento del servicio de pasajeros se vio alterado por completo provocando varias dificultades. La mas insignificante pero no menos grave fue que el Bar estuviera cerrado dejando sin la grapa de la mañana a varios habitúes. Entre ellos a Pedro Jiménez, que sin saberlo aún, no encontraría la torta que él pagó un mes atrás como regalo en el cumpleaños de su sobrina. Motivo por el cual se encontraba esa mañana esperando el tren con destino a Santos Lugares. Los tipos que se la habían robado y comido en ese momento tocaban el piso de Portland recién terminado de barrer con aserrín y gas oil.
            La estación de Junín, inaugurada en pleno Peronismo del 50, fue el sitio del desembarco de miles de fanáticos que renovaron su espíritu festivo al encaminarse hacia el centro de la ciudad en busca de comida, baños y kioscos. Sólo un pequeño grupo se retrasó unos minutos pintando con aerosol dos cerdos que dentro de una jaula esperaban el traslado a la capital. Centenares de personas llegaron de golpe al centro de la ciudad en la hora del almuerzo. Todos querían comer. Los vecinos de Junín, que no dejaban de comentar los desastres del sábado anterior cuando jugaron Lanús y Unión, atendieron las recomendaciones de la Policía y no salieron de sus casas. Aún estaba presente en su memoria aquel desastre gratuito. Los visitantes rompieron vidrieras y destrozaron varios bancos de la plaza tomando por sorpresa a los milicos locales que jamás habían visto tanta gente junta y malhumorada.
            Como suele suceder en todos los pueblos la advertencia la desoyeron una Parrilla y una heladería del mismo dueño. Gonzáles convencido de que las ventas seguras superarían los destrozos posibles eligió la piolada de estar abierto todo el día. A las 12:10 la heladería “Delicias” fue copada por un grupo de veinte personas que ingresaron en el pequeño local para vaciar las heladeras mientras la muchacha que atendía se encerraba en el baño. A pocos metros otro grupo le arrebataba una bandeja de panchos al mozo que caminaba rumbo a la única mesa ocupada por de gente del lugar. Recién bajados de un camión dos cajones de cerveza que estaban en la vereda abandonaron el lugar en manos de cuatro forajidos que huían al grito de: Temperley…, temperley… Diez minutos después un patrullero despejó el lugar y un camión hidrante, recién llegado a Junín como refuerzo, despejaron la zona por completo.
            El 7 de diciembre del 74 Marcelo sintió asfixia o asma por primera vez en su corta vida. Probó respirar tapándose la nariz y la boca con las manos pero no detuvo el efecto de los gases. Tosió fuerte más de una cuadra. La misma suerte corrieron dos perros que paseaban por la vereda rumbo a la basura como todos los días. Gabriel y el Colo salieron corriendo antes que Marcelo y escaparon de los gases.
            Para las 13:00 en el estadio Eva Perón de Junín estaba el grueso de la hinchada salvo una docena de detenidos que horas después tuvieron que conformarse con escuchar el partido por la radio. La estrategia de la policía fue despejar de forajidos la ciudad y qué mejor lugar para meterlos a todos que el propio sitio donde se jugaría la final. La innovadora medida de permitir el ingreso de los hinchas con tiempo de sobra fue tomada por el jefe de policía en la soledad de su despacho el día anterior y luego fue comunicada por teléfono al intendente de Junín. La idea fue un éxito porque juntó a los simpatizantes de Temperley en la cancha donde los daños serían menores y la policía se encargó de que nadie pudiera salir hasta que terminara el partido. El tren en el que viajaban la mayoría de los simpatizantes del adversario celeste: Unión de Santa Fe fue detenido por el ejercito en medio de la nada y llegaron sobre la hora lo cual ayudo a mantener el orden
            A las 14:30 del día del partido más esperado de sus vidas Gabriel, Marcelo y el Colo están sentados sobre los primeros escalones de la tribuna abatidos del calor y las corridas. Seguramente no los ayudaría a sentirse bien el atracón de tabaco que se pegaron mientras esperaban. A las 15:25 el estadio de Junín sintió el peso de las hinchadas sobre las espaldas de sus tribunas. Miles de simpatizantes empezaron a olfatear que este no era un día como cualquier otro. Hoy se jugaba una final del ascenso y eso era Historia. Tomados de las manos, con los brazos sobre los hombros, apretados, un montón de cuerpos celestes se fueron transformando en un solo hombre. En una sola bandera, en un único bombo y una sola garganta capaz de derribar la débil alambrada que separaba el campo de la tribuna.
            Sobre las 15:30 hs Sergio García juez del partido designado por la AFA dio el pitazo inicial. A unas pocas cuadras el Jefe de estación preveía, en una tarde acalorada, bajo un ventilador de techo que el ferrocarril no cambiaba desde la inauguración, que la evacuación de esa gente tendría que ser el acto más veloz de su carrera como ferroviario. A muchas cuadras de allí, por no decir 287 kilómetros, la madre del Colo sintió un dolor en el pecho que ella misma creyó ver como una premonición: el celeste perdería por 2 goles y su hijo y sus amigos serian golpeados por una avalancha. Diez minutos más tarde el Peca, prevenido por su esposa del posible funesto futuro de su Club y su hijo le contestó: “no seas pelotuda” y siguió con su trabajo.
            A las 16:13, es decir 43 minutos después de iniciado el partido media cancha se encendió y la otra casi se muere en un instante. El cielo seguía despejado cuando el balón rebotó contra la red que defendía el arquero celeste: Hernandorena. El zurdo Garello jugador de Unión de Santa Fe, que 48 horas atrás festejaba el nacimiento de su hija, ingresaba gol mediante en la historia de su Club. Las bocas, los pechos y las manos de siete mil hinchas de Temperley se detuvieron en el estadio y miraron al cielo buscando una explicación. Alguien gritó: Vamos Celeste la puta que lo parió y todos encendieron el grito: Soy celeste, celeste yo soy. En ese momento el padre del Colo puteó a su esposa por mala onda y agorera de tragedias. El padre de Gabriel que ya había transformado el hierro en herraje abría la persiana con la radio encendida y largaba una puteada.
            Durante los quince minutos que duró el entretiempo los celestes no dejaron de alentar a su equipo como si ganaran por tres tantos. Poseídos por una fe ciega y arrolladora los muchachos agitaban banderas al calor de los cantos y los bombos. A las 16:30 salieron los jugadores de ambos equipos mientras el arbitro Sergio García se dirigía al centro de la cancha para dar el pitazo inicial del segundo tiempo. Tres minutos fueron necesarios para que Di Bastiano convirtiera el gol del empate venciendo al arquero Burtovoy y destapara el delirio de la hinchada. Los comentaristas de radio apostados en sus cabinas sobre la hinchada de Temperly dejaron de ser neutrales y se sumaron a un festejo que olía a campeonato. A partir de ese momento la hinchada de Temperley solo cantó una y otra vez: Dale campeón, dale campeón.
            A las 16.35 el jefe de la estación miró su reloj y cálculo que había llegado la hora de proteger el lugar. Empezó por cerrar los postigones para proteger los vidrios. Luego cerraría también su despacho porque nadie vendría  ese día a comprar un boleto. En la comisaría los hombres que preparaban el relevo de quienes ahora trabajaban en la cancha se probaban las armas y las gorras. Cerca del estadio, en los carros hidrantes, la policía seguía atenta los acontecimientos con la radio encendida. Su preocupación era el final del partido.
            A los treinta minutos del segundo tiempo Patti cae derribado en el área chica de unión y el árbitro cobra penal a favor de Temperley. Los siete mil corazones que estaban en la cancha y las orejas de miles de vecinos se paralizaron al mismo tiempo. El negro Corbalán se paró frente a la pelota. Los jugadores de Unión lo hicieron sobre la línea de cal del área grande. El Juez apalabró al arquero. Once metros separaban el balón de la red. Él negro podía aumentar y soltar el delirio. A las 17:16 del sábado 7 de Diciembre de 1974 dejaron de importar las fechas, los segundos y los centímetros. El arbitro mira el reloj. Lleva el silbato a la boca. El negro corre los cuatro pasos que los separan de la pelota y sin mirar al arco dispara un zurdazo cruzado que se va por encima del travesaño. El arquero festeja. El negro Corbalán se encorva sobre si mismo. Se toma la cabeza con las manos y mira a su tribuna pidiendo perdón. Se arrodilla para agrandar su gesto. La tribuna lo mira y aplaude sin rencor.
            A Temperley le alcanzó con empate para ascender. Del cuadrangular que definió el ascenso el celeste tuvo el mejor puntaje. Unión subió segundo. El festejo se impuso sobre el análisis deportivo. La felicidad se impuso sobre la bronca de tantos años de sufrimiento y una enorme caravana regresó a Temperley con el título bajo el brazo. Marcelo, Gabriel y el Colo regresaron en la locomotora del Sur. Cinco horas después los hinchas celestes entraron al Berenguer a las dos de la mañana del domingo 8 de diciembre. Allí aguardaban gran parte de la parcialidad que viajó a Junín en auto y muchos de los que se quedaron en el barrio por diversos motivos. El plantel y el cuerpo técnico saludaron a la gente desde el Campo de juego. Se cantó y se cantó y se cantó: Temperley campeón. En la tribuna se veían hombres viejos que lloraban por primera vez por un campeonato ganado. El viejo Perduca, sentado en el banco de suplentes, saludaba con una bandera tomada de la mano a quienes lo reconocían. Gabriel y Marcelo, abrazados a su padre, agradecían ser de Temperley como toda la familia. El Colo los miraba y pedía por su padre. El peca no fue porque su mujer se sentía mal. El abuelo se mamó y no pudo salir de su casa.
            El festejo duró una semana. Los autos con banderas recorrían el barrio. Los diarios El Clarín y Crónica y las revistas deportivas hablaban del equipo Celeste. Las radios repetían los goles de todo el campeonato y entrevistaban a varios jugadores y al cuerpo técnico. Se cerraba así una historia de frustración futbolera pero aún quedaban un par de meses antes del esperado debut en el torneo de primera división en marzo del setenta y cinco.

Marzo 23/3/75
Diario La Nación.

Sobre horas tempranas de la mañana de ayer un grupo de vecinos del barrio San José de Temperley denunciaron, ante las autoridades policiales, el encuentro de varios cuerpos sin vida en un potrero baldío de la calle Santiago del Estero esquina José Sanchez. Según los mismos testimonios los cuerpos registraban varias heridas de bala. Según supo este diario la denuncia incluye la presunción de que el lugar en donde se depositaron los cuerpos fue dinamitado. Razón por la cual se habría iniciado un incendio, de dimensiones menores, en los alrededores que debió ser sofocado por los mismos denunciantes. Parientes de los damnificados aportaron muestras fotográficas que reafirmarían esta hipótesis. En las fotografías se pueden ver restos humanos colgando de los cables de luz. Entre los fallecidos se encontrarían dos menores uno de 14 y otro de 16 años que fueran capturados en la noche anterior. Los denunciantes aseguran que los asesinados son vecinos del barrio y que entre los muertos se encuentra el concejal Peronista Lencina. Los sucesos que habrían comenzado la noche del 21 de marzo con el secuestro, por parte de un grupo de personas que se trasladaban en 14 autos sin patentes, arrojó el saldo luctuoso de 9 muertos entre hombres y mujeres.  

jueves, 7 de noviembre de 2013

Con Texto 16


El próximo lunes 11 se viene el capítulo 11 
que cierra la novela Celeste...

El viaje a Junín y el partido.



domingo, 3 de noviembre de 2013

Texto 10

Cabellos de ángel


La noche del 8 de noviembre se decretó el estado de sitio en todo el país. Durante toda la semana se habló y se habló en la calle, la radio y la tele del asunto. Se preveían y se anunciaban ajustes de cuentas por la muerte de Perón. Esa noche mamá nos llamó a cenar más temprano que de costumbre. Solíamos comer luego del informativo de Canal 13. Pero por alguna razón hubo cambio de rutinas y nos perdimos los discursos que trasmitiría cadena nacional.
            En la cocina una pequeña nube de vapor sobrevolaba los platos hondos color azul. La sopa de fideos debía beberse caliente. Muy caliente y salada. Según papá esas eran las condiciones indispensables para mejorar la comida de los pobres. El salero, el botellón de agua y los vasos altos de vidrio acompañaban todas nuestras comidas. Comíamos en la cocina. En una mesa que se apoyaba contra la ventana por la que se veían las hojas y las ramas de los altos plátanos de la vereda. Comíamos apretados. Cerca de la olla, con sus olores de verduras y carne con hueso hervida. El ambiente era húmedo. En la cocina habitaba un silencio que permitía oír el sonido metálico de las cucharas dando vueltas sobre los platos para enfriar el caldo. En los remolinos de la sopa los fideos se despegaban. Cada cabello de ángel se transformaba en un hilo amarillo capaz de armar dibujos abstractos en el agua. Me encantaban los círculos y los anillos que los fideos dibujaban en mi plato. 
            Mamá esa noche terminó su sopa apurada, bebió un vaso de vino de golpe y se paró. Nos tomó de la mano y nos llevó a Marcelo y a mi hasta el pasillo que unía la cocina con los dormitorios y el baño. Nos apoyó con la espalda contra la pared. Tomo distancia y nos observó. Sus ojos marrones se movían inquietos. Era evidente que median distancias, calculaban inclinaciones y verificaban alturas. Unos segundos después parecía satisfecha y entonces nos habló: Si escuchan ruidos de disparos dejen todo lo que estén haciendo y corran a este lugar. Los quiero parados como están ahora, con la vista puesta y atenta en la escalera. No se muevan salvo que escuchen órdenes mías o de papá. Si el ataque es de noche, cosa que es lo más probable, apaguen las luces y el televisor. Por nada del mundo griten.
            Marcelo y yo la miramos tomados de la mano. Inmóviles. Ella, entonces, amplió la información. Nos dio detalles que parecían muy calculados: Elegimos el pasillo como refugio porque es angosto y permite controlar los accesos a la casa. En caso de que se arme un tiroteo acá estarían a salvo. El lugar no tiene ninguna ventana y por lo tanto esta fuera del alcance de las balas o de la caída de los vidrios. Además y esto es muy importante, nos dijo mamá sin cambiar el tono, para usar las armas esperen siempre una señal nuestra. Las pistolas están en mi cuarto. Bajo la cama.
            Mamá articulaba cada palabra. Hablaba despacio. Quería que entendiéramos y memorizáramos lo enseñado detalle por detalle. Antes de cambiar de tema nos aclaró: en caso de estar solo debíamos hacer lo mismo pero quien daría las órdenes sería yo por ser el más grande.
            Después la cena continuó con la sopa más fría pero como siempre: Sin televisión, sin series norteamericanas, sin películas de bestias malditas o fútbol. En la hora de la comida sólo se podía conversar. Por suerte no rezábamos. Mamá y papá odiaban tener que rezar. No podían ver a las monjas y a los curas. Jamás nos llevaron a una Iglesia ni a una misa pero nos bautizaron con padrinos y todo. Mi padrino de bautismo era también mi tío, el hermano de papá. Él llevaba pistolas en el auto. Las llevaba porque mi abuelo, su padre, tenía miedo de que lo asaltaran cuando él hacía la cobranza de la empresa. El abuelo, también, usaba una escopeta.
            No era un secreto para nosotros que en casa se escondían armas. Marcelo y yo sabíamos cual era el sitio aún antes de la confesión de mamá. El lugar era un medio cajón de madera que un hábil carpintero supo disimular para resguardar los anillos de oro de la abuela y algo de dinero extranjero. Costumbres familiares de épocas en que se vivían guerras. En el bajo fondo esperaban por nosotros dos calibres 38 y un 22 que secretamente ya habíamos repartido por las nuestras. Yo quería la de culata de madera. En el mismo cajón se guardaban varias cajas de cartón con municiones. Cada arma tenía reservada tres cajas de balas. Las pistolas estaban envueltas en franelas amarillas dobladas sobre si mismas como triángulos de un barrilete. En un rincón del cajón la Magnum, color negro brillante, de papá dormía en su estuche de cuero.
            La cena concluyó con los platos a medio terminar y una última recomendación de mamá: si apuntan, disparen. En mi plato los cabellos de ángel se veían estirados y flacos. Fríos. Muertos de miedo. Nos fuimos a dormir sin nada en el estomago.  
            …El olor de la comida nos lleva directo hasta un techo de chapa de cinc despintado. El lugar desde el cielo parece ser un gallinero abandonado. Está vacío y tiene la puerta abierta. A los costados y en el frente de lugar hay mucha semilla desparramada. El aire permite oler lejanas tormentas de viento. Marcelo y yo somos parte de una bandada de mirlos que cae hambrienta sobre la comida. Caemos juntos. En picada. Llevamos las alas apretadas al cuerpo hasta estar cerca del suelo. A centímetros del césped un movimiento del cuerpo permite un aleteo suave y silencioso. Apoyamos el cuerpo en la tierra sin alborotos. No podemos descubrir nuestra presencia. No sabemos si hay perros o gatos sueltos. Tenemos miedo. Nadie quiere ser descubierto. Dando pequeños saltos entramos al gallinero. Adentro ya hay gorriones, palomas y calandrias que se golpean entre si. Caen plumas y cagadas de los que vuelan con el estomago satisfecho. Sobran pulgas y el olor es fétido. Los desesperados se pisotean entre si con tal de alcanzar un hueco para picotear semillas.
            Marcelo y yo nos arrinconamos en un costado, contra una pared de madera, en la cara del gallinero opuesta a la puerta. Pocos llegaron hasta allí. La mayoría, apurados, se aprietan en la entrada. Sobre nosotros vuelan varios gorriones empujando por un lugar.
            Tengo el pico empastado de tragar alpiste y mijo. El hambre gobierna nuestros actos. Desde la izquierda picotean el ala de Marcelo para empujarlo y hacer espacio. Yo salto a defenderlo. No llego. Me detienen las alas de una lechuza. Le pican la cara. Un ojo. Cae.
            Un perro ladrando como loco sale de la casa. Corre directo hacia nosotros. Salta y se arroja contra el alambre. Impacta sus dientes contra una madera. Un hombre viene detrás del perro. Es un amigo de papá. Un italiano que peleó en la segunda guerra mundial. El tipo entra y cierra la puerta. Una estampida de gorriones asustados se estrella contra la pared del fondo y caen sobre nosotros. Comienzan los disparos. Los cadáveres se desparraman en varios pedazos. Las patas, los picos y las alas se desprenden de los cuerpos. Los mirlos saltan sobre el asesino y le clavaban sus picos y sus garras. Uno llega a incrustarle un picotazo en la oreja. El hombre enloquece y empieza a girar en redondo disparando con las dos armas. Una en cada mano. Además con sus piernas pisotea todo cuanto tiene cerca. El dolor lo transformó en una maquina asesina.
            Pensé que el asesino reconocería que éramos los hijos de su amigo y nos salvaría. Pero no. Trato de empujar a mi hermano herido para acercarnos hasta el alambre de gallinero. Marcelo me sigue en una pierna. Mi plan es fugarnos por un pequeño hueco. Llegamos. Clavo mis dos piernas sobre un cuerpo de una calandria y empujo hasta asfixiarme con tal de sacar el cuerpo de ese lugar. Las alas se me traban. Los disparos aumentan. El cielo se oscurece. Siento que me oprimen el pecho. Vomito las pocas semillas que aún guardo en el pico. A un costado Marcelo, con los ojos ensangrentados, muere aplastado. Yo también caigo sobre él…

(continuará....)

Con Texto 15

Fotos de Puente Romero*.....





*Formulario impreso: Delpescador
Categoría: Otros Foros
Nombre del foro: Fotos
Descripción del foro: Foro para mostrar fotos de pesca.
URL: http://www.travesiadepesca.com/foro/forum_posts.asp?TID=16258
Fecha de impresión: 03 Noviembre 2013 a las 9:04pm
Software Version: Web Wiz Forums 8.04 - http://www.webwizforums.com 

lunes, 28 de octubre de 2013

Texto 9

Álamo Jim


Viento fresco y rayos de sol asoman por la ventana de la habitación. Marcelo y yo empezamos a vestirnos con la ropa que tenemos preparada desde la noche anterior al pie de la cama. La casa esta en completo silencio pero hay mucho movimiento. Papá y mamá cargan el auto. El pronóstico de la noche anterior daba lluvias para el fin de semana pero ellos no suspendieron el viaje. Parecía estar pactado entre ellos que saldríamos de excursión sin importar que fuera a llover. Nos íbamos al Puente Romero en carpa. Nunca habíamos salido juntos de vacaciones. Nunca hubo tiempo. Nunca tuvimos ahorrada la plata necesaria. Poco importaba un reporte del tiempo dudoso y que en el auto viajáramos muy apretados 250 kilómetros.
            Partimos temprano. Papá nos contó que no quería hacer el camino pegado a la cola de un acoplado porque nunca se sabe cuando van a frenar. Su experiencia como conductor se reducía a algunos consejos del abuelo y a unos cuantos paseos dentro del barrio. Él estaba muy preocupado por el espejo retrovisor. El despliegue del equipaje dentro del auto parecía muy calculado. En los huecos que dejaban los asientos se acomodaron dos faroles a kerosén, una parrilla de hierro, una cacerola, varias mantas y bolsas de dormir. Marcelo y yo viajaríamos separados por varios bolsos llenos de ropa y una heladerita con agua fría para el camino. En plan de no salir tarde fue que llevábamos un termo de café con leche para calentar el cuerpo, algo de longaniza y pan para llenar la panza.
            Fue recién cuando dejamos atrás la ciudad de Cañuelas que el transito disminuyó y papá se aflojó y nos contó, entusiasmado, que estábamos ingresando al centro mismo del desierto pampeano. Un sitio de aguas saladas, lagunas como mares y animales nobles. Tierra de malones. Campos de batallas del generalísimo Rosas y Roca. Lugares con historias viejas como la patria, con gauchos en eterna fuga de la ley como Álamo Jim y soldados de fortín como Cabo Savino.
            En la Ruta 3 fuimos conociendo la historia de Álamo Jin. El solitario jinete pampeano que vivía escapando del ejercito por una causa injusta que le habían inventado para meterlo preso. A papá le gustaba contar historias de héroes solitarios y a nosotros nos divertía escucharlas. Íbamos contentos hacia las aguas del Río Salado. A las tierras negras que escondían facones, puntas de flechas y lanzas. Era nuestro primer viaje en auto. Mamá viajaba en silencio. Escuchaba atenta el relato que la convertía en la novia del “Álamo”. Novia que usaba un pañuelo azul igual al que tenía puesto en la cabeza. Papá creía que nosotros éramos su familia perfecta. Su pandilla. Esa mañana nos contó varias historias en las que los bandidos les ganaban a los milicos y huían con su botín.    
            Al llegar a pueblo Gorchs doblamos a la derecha en un cruce y seguimos la marcha por un camino de tierra. Desde ahí fueron 14 kilómetros de saltos en el barro y los charcos hasta llegar al Puente Romero. Papá manejó bien. Iba tomado del volante con su dos manos y los ojos puestos en el camino mientras mamá limpiaba el parabrisas. El lugar era un enorme sitio plano en donde el río Salado se convertía en laguna con poca profundidad y muchas aves comiendo sobre el agua. En la orilla los eucaliptos dejaban caer su sombra mansa sobre las vacas y el pasto se movía con el agua que corría hacia el oeste. Estacionamos debajo del puente de hormigón. Junto a la orilla un viejito pescaba con la radio encendida y el mate a un costado sobre un banquito de madera. Del otro lado del puente una construcción de ladrillos a la vista con un cartel de Cinzano funcionaba de almacén y bar. Eso era todo.
            De tarde, luego del almuerzo salimos en auto rumbo al sur. A tres kilómetros del puente el auto se detuvo frente a un cartel de Vialidad. Papá se bajó del auto y abrió el baúl. Sacó dos fundas de cuero y de ellas dos pistolas negras. Muy negras. Le pasó una a mamá para que la sostenga mientras él cargaba la otra. Una a una introdujo las balas en un cargador también negro. Luego repitió la operación con la pistola que sostenía mamá. Él, pistola en mano, caminó hasta el alambrado, colocó una botella de leche sobre un poste y regresó junto a nosotros. Papá y mamá se separaron del auto unos metros, tomaron las armas, se pararon firmes con los brazos extendidos hacia delante y comenzaron los disparos. Seis por cada uno. El sonido de los doce disparos es seco. Atraviesa el campo en silencio. Quizás como un silbido veloz. La pobre botella cae a la tierra partida en varios pedazos. Ellos se detienen. Mamá apoya la pistola sobre el capot del auto y se sienta. Papá regresa hasta el baúl y desenfunda dos carabinas. Apoya una carabina contra su pecho y con la otra en la mano nos llama. Sin moverse del sitio nos enseña como sostener la carabina con el hombro. Hace movimientos precisos y cortos. Los repite. Me pasa un arma y me ordena que repita lo que él me mostró. Después nos muestra como meter la bala en la recamara. “Hay que pararse de manera que el recule del arma no desvíe el tiro”. Esto es muy importante. “Hay que respirar antes de gatillar”. Esto es muy importante. Nos da una carabina a cada uno con el cargador lleno. Se escucha: Alza, Mira. Guión. Marcelo no dispara. Yo cierro los ojos. Muevo el índice derecho. Respiro. Disparo mi primer balazo. La bala sale al medio del campo. A la nada. Marcelo se da vuelta con la carabina sin disparar y papá se la saca de un tirón. Después le da un golpe con la mano abierta en la cara y le grita: “Pelotudo, no se juega con las armas”. Esto es muy importante. Marcelo llora. Mi madre insulta a mi padre. Pelean en voz alta. Ella lo trata de salvaje y él de tarada. Marcelo llora más fuerte. Yo tomo el brazo de papá y trato de alejarlo de mamá. Él retrocede. Mamá se calla. Camino tomado del brazo derecho de papá hasta el baúl y lo ayudo a enfundar las armas. Cerramos el auto y encendemos el motor sin hablar. De regreso a nuestro campamento en Puente Romero mamá viajó en el asiento de atrás con Marcelo. Papá me sentó sobre sus rodillas al volante. 
            Nadie habló en la cena. Me acosté sobre la bolsa de dormir sin taparme. Los mosquitos no molestaban. No hacia frío. Se escuchaban conversaciones de hombres viejos que pescaban alejados del puente. ¿Pasaríamos las vacaciones disparándole a los postes, pájaros, botellas y aprendiendo a limpiar una pistola?, ¿Éramos una banda o una familia? ¿Papá era el jefe y, por alguna razón, yo lo sería en su ausencia?

(continuará......)

lunes, 21 de octubre de 2013

Texto 8

Despedidas

El lunes primero de Julio el Peca encendió la radio como todas las mañanas. No tenía noticias frescas sobre el estado de salud del General salvo los rumores que recorrieron el barrio todo el fin de semana. El taller se abría con el mate, el informativo y el pucho. A las ocho de la mañana el peca, instalado en su taller de costura, escuchaba la Siete Mares sin que nadie ni nada lo sacara de allí. Las noticias eran contradictorias. Se hablaba del infarto al corazón pero se afirmaba que evolucionaba según los pronósticos médicos. Se recordaba que este infarto no era el primero y al mismo tiempo se anunciaban actos de gobierno con Perón como orador. Se hablaba de la soledad del General en sus últimos años en el exilio, de su vejez. Perón tenía 78 años. El peca esa mañana subió el volumen de la radio porque la polea de la maquina de coser le impedía escuchar de forma clara. Transpiraba aunque solo vistiera una musculosa. Estaba impreciso en las agujas y los hilos. Se entreveraba. La pava, a un costado del mate, se enfriaba sin que nadie la toque. Olvidada. A media mañana un periodista afirmó que no habría dudas sobre la muerte del general. Restaba si, una confirmación oficial por parte de la Casa Rosada. Según este periodista Perón abría muerto en la mañana y se estarían arreglando los detalles del velorio. Hasta acá digamos que el peca lo soporto. Después el peca ya no pudo con su bronca. Apagó la radio, llamó a su mujer, se puso una camisa y un blazer que descolgó del taller y cerró. Salieron juntos rumbo el centro. Antes pasaron por casa para pedir que estuviéramos atentos a la llegada del colo de la escuela. Dejaron unos pesos para ayudar con la comida. Saludaron y se fueron. La televisión no dejaba de pasar imágenes que mostraban a la gente en la calle. Muchas mujeres, quizás más que hombres hacían cola enorme para dejar una flor en el cajón del líder. Lloraban, tenían el rostro desfigurado del dolor. Miles de lagrimas quedaron en la veredas y en las calles que juntaron a quienes participaron del adiós al viejo. La voz de María Estela Martines de Perón congeló el país entero. Miles de radio portátiles pegadas a miles de orejas de miles de personas dijeron más o menos lo mismo: El general está muerto.


Diario “La mañana” de Temperley
Editorial, 2 de julio de 1974

            La muerte del General Juan Domingo Perón cubre de luto a la Nación. Luego de un largo fin de semana en donde los partes médicos dieron cuenta del agravamiento del estado de salud del Presidente ayer, 1 de Julio, a temprana hora de la tarde se despidió este patriota inigualable. Doña María Estela Martínez, viuda del General, anunció por cadena nacional: …“Con gran dolor debo transmitir al pueblo de la Nación Argentina el fallecimiento de este verdadero apóstol de la paz y la no violencia”.
            En cada rincón del país se le rinde digno homenaje a J. D. Perón quien fuera tres veces Presidente de la Nación. Embajadores de Latinoamérica, Europa y Estados Unidos junto a políticos del Peronismo y de la oposición rinden sus condolencias a la Viuda de Perón quien desde hoy será formalmente la primera presidenta de los argentinos.
            En las calles que rodean el Congreso Nacional, sitio de las honras fúnebres, miles de mujeres, hombres y niños signados por el dolor arman largas filas en espera de poder dar un último saludo a quien fuera su líder. Ofrendas florales, velas y estampitas con su imagen rodean la Plaza del Congreso y gran parte de Avenida de Mayo.

El tres de Julio Marcelo y yo fuimos a visitar al peca diez minutos antes del partido contra Alemania Democrática. Fuimos a su casa a escuchar la despedida de Argentina del mundial porque no queríamos dejarlo solo después de la muerte de Perón. Marcelo se puso su gorro con la foto del tío Campora y la remera de Temperley con la que iba a la cancha. La casa del peca tenía una tela negra colgada del alambre del cerco. Sobre la tela estaba pegada la foto del General con su uniforme verde oliva y las botas negras montado sobre su caballo pinto. La puerta del taller estaba cerrada y la luz apagada. La casa parecía vacía o peor, parecía como si hubiera muerto un pariente cercano.
            Golpeamos las manos muy fuerte varias veces hasta que por un costado apareció el colo y nos hizo pasar. El “Peca” estaba barbudo, tenía un escarbadientes en la boca y vestía un pantalón negro con una camiseta de frisa cubriéndole el pecho. De entrada nos aclaró que desde el lunes no escuchaba noticias y que no tenía ganas de hablar. Nos dijo que estaba podrido de los discursos llorando al viejo y las noticias de que el gobierno quedaría en manos de López Rega y las 62 organizaciones de Lorenzo Miguel. Prometimos escuchar el partido en silencio. Nos sentamos los dos junto al Colo alrededor de la mesa de trabajo. El peca apagó un pucho, dio la orden de encender la “La siete mares” y se sirvió un mate.
            El silencio del taller cubría el sufrimiento desconsolado del Peca. Él odiaba a los fachos que lo habían expulsado de la comisión directiva del sindicato textil en el 63. Después de lo de Framini. Según él eran traidores al peronismo. Cuando la radio sintonizó la emisión de Radio Rivadavia nos entramos que los jugadores argentinos fueron a misa por la muerte del presidente y jugarían con un brazalete negro en el brazo por el luto nacional. Después de eso se escucharon las formaciones de ambos equipos y los himnos.
            El peca remendaba un saco y nosotros jugábamos al telenti con una piedritas. Nadie hablaba. En la cocina María tomaba mate sola y no se la escuchaba. Alemania llegaba al arco del pibe Filloy a cada rato y si no la metía era de casualidad. A los catorce minutos Alemania convirtió el primero y en taller se transformó en un velorio, aún, más negro. Argentina, que había perdido con Holanda y Brasil, no tenía posibilidades de nada y se venía de regreso con otra derrota. Todo salía mal.
            A los veinte “el loco” Houseman empató para los argentinos y después no importó nada. Se terminó el mundial para los dos equipos y cada uno emprendería el regreso a su país. Al finalizar el partido un periodista se acerca al goleador argentino y el “el loco” Houseman lo saluda. El periodista le pregunta que siente al despedirse del mundial y el loco le contesta: …“Yo hablé con los muchachos para que no jugáramos el partido. En algún momento se habló de retirar el equipo, pero parece que después alguien apretó a los dirigentes y terminamos jugando. En mi caso, no había manera de convencerme de que saliera a la cancha, hasta que me dijeron que había que ganar para dedicarle el triunfo al General. Yo me veía el luto y lloraba”.
            El peca pegó un puñetazo en la mesa de costura que hizo volar alfileres por todos lados. Apagó la radio. Putió a López Rega, a las 62 organizaciones y a todos los gorilas que estaban festejando que nos fuera como la mierda. Se tapo la cara con la mano. Saco un pañuelo del bolsillo y se seco las lágrimas. Doña María entró de golpe asustada y lo abrazó. Nadie supo como seguir.
            A partir del tres de julio de mil novecientos setenta y cuatro el Peca prácticamente viviría en la sastrería todo el día. Incluso los sábados, domingos o feriados. Era una fija ver su silueta obesa y sus pelos revueltos tras los vidrios del ventanal que abrían hacia la vereda. Quien doblara los ojos, al pasar frente al comercio, podía verlo sumergido en su maquina de coser o midiendo un blazer o planchando. Por las tardes mechaba esas actividades propias de su oficio con el riego de los árboles y la escucha de la radio. Siempre callado, siempre sumergido en el humo del cigarro.



lunes, 14 de octubre de 2013

Texto 7

La plaza


El asado del 1º de Mayo se suspendió porque la lluvia no dejó de caer en toda la noche. En casa no había lugar y el barro, en el terreno del Peca, no dejaba llegar al fondo. Era imposible. Papá y el Peca, que por primera vez habían aceptado pasar juntos el “Día de los Trabajadores”, decidieron dejarlo para más adelante. Ambos confiaban en que “el Celeste” volvería a dar motivos para festejar. Ambos coincidían, también, en que eso sería pronto. La reunión se desarmó. Los dos padres tenían planes diferentes para la tarde pero coincidieron por tercera vez en un día y los niños nos quedamos en casa del Peca sentados sobre el piso del zaguán. Habíamos comenzado un partido de telenti entre tres a 500 puntos y nadie quería darlo por perdido. Las cosas venían como para día histórico.
            El secreto del Telenti consiste en no separar demasiado las piedras que luego tendrás que juntar. El tiempo para la recolección es breve y hay que aprovecharlo. El juego requiere cierto malabarismo. En especial la maniobra de soltar una piedra al aire para levantar las del piso sin dejar caer ninguna. Yo estaba en plena prueba del 3, en la segunda pasada, cuando comenzamos a escuchar el Himno Argentino. En su bulín, sin que nadie lo joda, el peca se paró y bebió un vaso de vino antes de gritar: “Viva, Perón carajo”.
            En el silencio mas profundo del Telenti una voz poderosa, profunda y pausada comenzó a escucharse. Venía de la radio 7 mares del Peca y de varias en la vereda de enfrente. La Cadena Nacional trasmitía el discurso de Perón. El primero en Plaza de Mayo después del exilio y al parecer nadie quería perdérselo: "...Compañeros: hoy, hace veintiún años que en este mismo balcón, y con un día luminoso como el de hoy, hablé por última vez a los trabajadores argentinos. Fue entonces cuando les recomendé que ajustasen sus organizaciones, porque venían días difíciles... No me equivoqué, ni en la apreciación de los días que venían, ni en la calidad de la organización sindical, que a través de veinte años...
            La radio queda muda. Algo impide que se escuche la trasmisión. ¿La habrán cortado? El peca frena de golpe la costura. Prende un pucho. Baja la radio del mostrador y se la lleva a la oreja como para no pederse nada de lo que se dice. Sus ojos se achican y se le frunce el seño. Nosotros lo miramos. Dejamos de jugar. Lo vemos preocupado. El Peca tuvo un infarto al corazón y cada vez que se calienta la esposa le grita que la va a dejar viuda con un hijo y una hipoteca. La voz reaparece, como por milagro. Se escucha: “...Decía que a través de estos veintiún años, las organizaciones sindicales se han mantenido inconmovibles, y hoy resulta que algunos imberbes pretenden tener más mérito que los que durante veinte años lucharon...
            Hay un murmullo que impide escuchar a Perón. No se entiende que dice. En realidad no se sabe si esta hablando. Se corta otra vez el audio. El peca, nervioso, tira el pucho y mueve las perillas. Se escucha: "...Por eso compañeros, quiero que esta primera reunión del Día del Trabajador sea para rendir homenaje a esas organizaciones y a esos dirigentes sabios y prudentes que han mantenido su fuerza orgánica, y han visto caer a sus dirigentes asesinados, sin que todavía haya sonado el escarmiento...
            El peca tira el pucho. Putea y escupe un gargajo de saliva contra el vidrio. Se pasa la lengua por los dientes como para limpiarlos y mueve la cabeza como negando. ¿Qué pasa papá? le pregunta el Colo en nombre de todos nosotros. Y el peca nos responde: que nos cagaron. Que lo engrupieron al viejo y le llenaron la cabeza. La radio como si se encendiera sola emite: "...Compañeros, nos hemos reunido nueve años en esta misma plaza, y en esta misma plaza hemos estado todos de acuerdo en la lucha que hemos realizado por las reivindicaciones del pueblo argentino. Ahora resulta que, después de veinte años, hay algunos que todavía no están conforme de todo lo que hemos hecho...
            El peca apagó la radio. Le encajó una patada a la puerta del bulin y todos quedamos adentro como presos. Él apoyó sus dos manos sobre la mesa de trabajo. Eran inmensas. Levantó la cabeza y nos dijo: la cagamos. De ahora en más estamos solos. Somos pichones de corral de tiro. La puta que los parió. La madre del Colo entró asustada a ver que pasaba, según ella en la tele se veían corridas con la policía, disparos sobre las columnas de obreros y sindicatos que estaban en la plaza. Ninguno supo que decir. Abandonamos el telenti.


Diario La Unión
13 de mayo 1974
Policiales.

“…En la noche del sábado, sobre las 20:15 hs cuando el padre Carlos Mugica se disponía a ingresar a su Renault 4L azul, matrícula C-542119, que había sido dejado estacionado junto a la iglesia de San Francisco Solano, en la calle Zelada, 4771, donde había celebrado misa, fue tiroteado por un individuo con bigotes achinados, que se bajó de un vehiculo estacionado muy cerca. El individuo efectuó cinco disparos, de ametralladora "Ingram M-10", que impactaron en el abdomen y el pulmón. Carlos Mugica además recibió un “tiro de gracia” en su espalda. El padre Vernazza, alertado por los disparos salió de la iglesia al oír los disparos, corrió a darle la unción. El herido llegó minutos después al Hospital Salaberry donde murió.
A las nueve de la noche el doctor Vicente Dolico, certificó que las causas del fallecimiento fueron "heridas de bala en tórax, abdomen con hemorragia interna”. Según los facultativos que lo atendieron en primera instancia Carlos Mugica recibió un “tiro de gracia en la espalda."

(continuará.....) 

viernes, 11 de octubre de 2013

Con Texto 12



Foto de mis abuelos maternos, Mareque y Costanzo, en el Club Temperley. 
Ellos de novios? 
Quiénes los rodean?
Porqué esta postal?
Es la vieja cancha de basketball?
veremos....
(foto cestoni.. maipu 291.banfield)

martes, 8 de octubre de 2013

Con Texto 11

Faltan 5 semanas. 
Faltan 5 capítulos para terminar esta novela Celeste. 
Esta bueno ir reconociendo cosas. 
La novela "Cuerpos Celestes" hubiera sido imponible de escribir sin leer este libro. 
Gracias a su escritor, el amigo "Maque", a quien ud conocen como Marcelo Ventieri




Con Texto 10




Diario de aquel partido .....





lunes, 7 de octubre de 2013

Texto 6

Tres Puntos


Abril en el estadio Berenguer. Cielo despejado. Tribunas colmadas de socios que aprovechan el sábado de tarde para alentar a su club. Banderas celestes atadas al alambrado llegan hasta el paravalanchas de la tribuna local. La platea esta repleta de socios vitalicios y autoridades del club. Segunda fecha de la segunda rueda. Era, todos lo sabían, tiempo de revanchas. Los celestes venían de ganar el sábado pasado ante Talleres por 4 goles. Hoy había que ganarle a Quilmes y festejar. Los jugadores habían comido en el club por seguridad y el presidente los visitó para dar apoyo después del almuerzo. Algunos durmieron una siesta corta en el vestuario.
            A las tres de la tarde en punto los pibes de don ángel estábamos cambiados y dentro del campo de juego. La prensa acreditada trabajaba en su sitio. Todo estaba dispuesto para el inicio del partido. Afuera, sobre la avenida 9 de Julio, los bombos de la hinchada de Quilmes se hacían escuchar nerviosos. Repiqueteaban. Repiqueteaban. Repiqueteaban. Las gargantas visitantes sonaban enfurecidas. Las bocinas de los micros en los que viajaron taladraban el hormigón de la pared del vestuario. Las puertas del ingreso de visitantes estaban cerradas. La idea era que ellos se quedaran afuera. Sin ver el partido. Sin alentar a su equipo. Era una devolución de gentilezas. En el partido de ida fue al revés.
            La hinchada de Quilmes no se achicó. Entró por la puerta de locales a las trompadas. Serían unos doscientos o un poco más pero tenían la fuerza de miles. Ninguno pagó la entrada y a los porteros casi les parten la cara cuando trataron de impedirles el paso. Desde el rincón del corner, pegado al alambre, podía ver entrar a la columna cervecera sin freno. Atravesaron la tribuna local sin que nadie los detenga. Los de Quilmes avanzaban por el pasillo sin subir. Llevan cinco bombos de la J.T.P Unión Obrera Metalúrgica, mangueras, cadenas, cinturones agarrados de las hebillas y latas de tomates abiertas mostrando los filos. Un melenudo que camina sin camisa, casi desnudo, a no ser por un pantaloncito de futbol, cubre su cuello con un perro muerto. El “rulo” es el único de Temperley que no se mueve de su sitio. El rulo es el jefe de la hinchada. Las banderas, la gente y cualquier cosa pintada de celeste se abrieron en abanico hacia arriba. El rulo les gritaba “el cele no se va, el cele no se va”. Los de Quilmes se detienen frente a él y golpean más fuertes sus bombos. Vuelan piedras, palos y algún trompazo. Los fotógrafos pegados al arco se dan vuelta y corren hasta la mitad del área chica. Don ángel nos junta y nos esconde debajo del techito que cubría el banco de suplentes. Él se queda con nosotros pero no deja de mirar la tribuna local. La policía se agrupa y camina hasta el alambrado. El arbitro Benitez, atento al asunto apura el inicio del encuentro y las hinchadas se insultan pero buscan su sitios. El partido comienza cinco minutos antes de lo pactado pero nadie protesta. Temperley vestía: camiseta celeste, pantalón negro y medias a rayas horizontales celestes y blancas. El equipo venia puntero. Nadie quería quilombo pero las barras estaban muy calientes.
            A los 13 minutos del primer tiempo el negro Corvalán recibe una pelota de Biondi y con un pase de zurda corto habilita a García que logra vencer a Casarino. El 1 a 0 celeste desata un festejo que recorre la cancha como si fuera el último gol del partido del ascenso pero en realidad es el primer leño de un incendio que podía olerse hasta en el pasto verde de la cancha.
            El entretiempo fue eterno. Insoportable del calor y la falta de aire. Nadie paró de alentar a su equipo ni en los baños repletos de hombres que meaban contra la pared.
            Los celestes regresaron al campo de juego con variantes técnicas: Fierro por Arribillaga y Fernández por García, muy golpeado en las piernas después del gol. Silbato mediante se inició el partido con los 22 jugadores en la cancha. Sólo 4 minutos después Patti convierte el segundo gol de Temperley y el estadio explota. Varios hinchas del club ingresan a la cancha y corren tras los jugadores. La policía los persigue pero no agarra ninguno. Los cantos bajan de la tribuna rabiosa de éxito. Los de Quilmes callan. Se mueren por dentro. Putean a los suyos.
            Sorpresa.
            El equipo cervecero reacciona con furia y pone el partido 2 a 1 por medio de un golazo de Rodríguez. Los hinchas visitantes enloquecen y retoman el aliento. Sus bombos vuelven a estallar.
            Más sorpresas.
            Al minuto 30 el réferi anula un gol de Quilmes y a contrapierna Magallanes conecta con Patti que deja en el camino dos defensores de Quilmes y clava el 3 a 1 celeste. Una lluvia de piedras cae sobre el árbitro y lo lastima. El cuervo se retira al vestuario. La platea putea al delegado de AFA para que ponga un Juez suplente y este designa al línea que tenía a un costado.
            Los últimos trece minutos se juegan con parte de la hinchada de Quilmes dentro del campo, con la policía que los corre y esta vez no perdona. Varios son detenidos a los golpes y sacados de la cancha por la fuerza. La cana lleva escudos de plástico para taparse de las piedras que llueven contra ellos. Nadie los quiere. La hinchada de Temperley se suma al quilombo al grito de “5 por 1 no va a quedar ninguno”. El árbitro adelanta el fin del partido dando el último pitazo casi con un pie en el túnel. La bandera de Montoneros de la hinchada celeste se desliza hacía la punta derecha de la tribuna. Cerca del sector por donde se deberán ir los visitantes. Los de Quilmes abandonan el estadio cantando “Ni Yankees, ni marxistas…peronistas”.
            La hinchada de Quilmes ya esta en la calle. Sus bombos no tienen respiro. Se escuchan disparos. Sirenas de la policía. Hay ruido a vidrios que explotan y caen sobre la cancha. Sobre la tribuna visitante quedan restos de banderas sujetas a palos y un par de borrachos casi muertos. Los de Temperley gritan: “Acá están, estos son, los soldados de Perón”.  La “voz del estadio” pide calma por los altoparlantes tratando de que, al menos, los locales aflojen. Nada. Sigue la lluvia de piedras. Un pedazo de ladrillo impacta en mi cara. Me caigo. Con las dos manos intento frenar la sangre que brota de mi boca. La sangre corre por las manos, los brazos y mancha la camiseta. Don ángel corre por el bidón de agua de los jugadores y vuelca el liquido sobre la herida. Observa unos segundos y con tranquilidad y viveza me saca de la cancha por el túnel antes de que lo cierren.
            En el vestuario todos intuían que se venia la clausura del estadio. Dirigentes y jugadores discutían. Había clima de festejo y bronca. Perducca gritaba: Si lo pibes tienen que trabajar con estas bestias en las tribunas me voy a la mierda. Papá llegó con la chomba empapada de transpiración. Fatigado. Desde joven sufría de asma y los nervios lo dejaban sin aire en los pulmones. Correr lo dejaba “A la miseria” como decía el abuelo. Don ángel, rápido como un rayo, le revoleó una toalla húmeda que él atrapó en el aire y me la apoyó sobre la cara. Papá tosió fuerte varias veces. Luego respiró hondo y se aplicó una dosis del Ventolin que vivía en el bolsillo trasero de su pantalón. Luego se apoyó con la mano y el brazo izquierdo contra una columna y comenzó a respirar más despacio. En pocos minutos logró intercambiar unas palabras con el viejo Perducca. Sin mucha despedida salimos rumbo a la Sala de Primeros Auxilios anexa al club. Al parecer hacía ese pequeño centro de salud estaban derivando a los heridos del estadio. Fuimos caminando despacio. Papá respiraba y caminaba lento. En la vereda, bajo la tribuna, un grupo de policías protegían las ventanas y la puerta de salida del vestuario de visitantes. Los jugadores de Quilmes aún estaban en el estadio y los hinchas de Temperley les seguían gritando desde la calle: “Celeste, celeste. Cueste lo que cueste”.
            Tardamos algo más de veinte minutos en recorrer la media cuadra que separaba la puerta de la cancha de la puerta de la salita. Pero llegamos. En el hall una mujer vestida con uniforme y gorro verde nos atendió de forma gentil y ágil. Me preguntó si aún me dolía la herida, si podía esperar unos minutos y nos pidió que nos sentáramos. Nos aclaró que el doctor recién había llegado de la cancha. Era evidente que había más trabajo que de costumbre. Papá le protestó porque él consideraba que yo era un niño y merecía prioridad. La enfermera movió su cabeza hacia ambos lados como única respuesta. Nos sentamos en el pasillo al que abría el consultorio junto a quienes esperaban para ser atendidos. Del grupo, el que peor se veía era un flaquito con varios moretones en la cara y el pelo hecho un mazacote de mugre y sangre. Tenía el torso desnudo y en el cuello llevaba atada una camiseta de Quilmes. Verlo daba lastima y ganas de vomitar.
            En la Salita se atendían todos los jugadores profesionales del Club. El medico del plantel trabajaba allí. El Doctor Beccari, a quien Don Ángel le decía “El Matasanos”, viajaba en el ómnibus con los titulares cuando éramos visitantes, entraba a la cancha y cada tanto se daba alguna vuelta por la práctica. Todos lo admiraban por su mano mágica para calmar los golpes de los contrarios en unos pocos segundos. El mismísimo flaco Beccari me curaría la boca sin cobrarnos un peso. Sentía que varios dientes se me caerían esa tarde pero yo estaba loco de emoción.
            El flaco en persona nos hizo ingresar al consultorio. Vestía camisa de riguroso celeste y pantalón azul. Llevaba, sobre el brazo derecho, el brazalete rojo de Medico con el que entraba a la cancha. Tenía un cigarrillo encendido entre los labios y el bigote despeinado. Sin ni siquiera mirarme le ordenó a papá que retire la venda que traía puesta sobre la boca y que me limpiara toda la zona con alcohol. Le habló como si lo conociera de toda la vida o trabajaran juntos. “Quiero ver la herida”, le dijo a papá. Si mas dilaciones el doctor tiró el pucho a un costado, se calzó los anteojos y con su mano derecha tocó mi pera. Abrió la herida, apoyó un algodón con algo picante y yo grité como toda la hinchada de Temperley junta. El flaco tosió sorprendido. Papá me sujeto la espalda para que no me moviera y el flaco se volvió a acercar. Miró por segunda vez y dictaminó: Hay que coser.
            Me recostaron sobre la camilla y papá apretó mis manos mientras llegaban las cosas. Por la puerta ingresaban los sonidos de pasos agitados, de charlas cortas, de saludos y gritos de alegría. El flaco Beccari prendió otro cigarrillo y soltó: Hoy si que les dimos una buena paliza a estos culos rotos de Quilmes. El formol que inundaba el lugar me desmayó.
            Llegamos a casa con dos horas de retraso, con tres puntos bajo el labio inferior y una camiseta de Temperley vieja que me prestaron en la salita. Mamá, desde lejos, parecía enojada. De nada sirvieron las palabras de papá que intentaba calmarla. En la cocina de casa la radio informaba que la policía tenía varios detenidos. Se decía que en el cruce de Pasco y Brow había enfrentamientos de simpatizantes de Temperley con los micros de Quilmes. El celeste tenía mucha hinchada del otro lado de las vías. Los bombos de la JP venían de esos barrios.
            Suspendieron el Estadio por dos fechas. Yo nunca mas trabajé de alcanza pelotas. Por suerte se venía el mundial de Alemania y daba para olvidar.


 (continuará......)

lunes, 30 de septiembre de 2013

Texto 5

Patria hermosa

Marzo arrancó con Temperley jugando de local contra Lanús. El temible “Granate”, eterno candidato a campeón. Lanús el equipo que subió y bajó de primera división en tres oportunidades a lo largo de su historia. El cuadro de Quindimil, el Intendente Justicialista más veterano de la provincia de Buenos Aires. El amigo de Perón. El que le bancó el partido cuando el viejo estaba en el exilio.
            Este sábado hasta el padre del Colo dice que estamos jodidos, que hay que sacar un empate y esperar al próximo partido. Lo impulsa una lógica de hierro: de cuatro partidos jugados, ganamos dos y perdimos dos. Según él, hoy podríamos empatar de local sin que sea un mal resultado. Sobre todo con los árbitros de mierda que siempre cobran para los contrarios. Él no irá a la cancha. Dice que el corazón no le aguanta tanto despelote.
            Yo salgo al mediodía de casa porque tengo que cambiarme antes del partido. Mi hermano Marcelo me acompaña. Es la primera vez que vamos solos al club. Papá nos prometió ir más tarde. Después del partido de reserva. Marcelo va a la cancha con un gorro visera color celeste que tiene estampada la cara del Tío Campora y la V de la victoria. Lleva el gorro puesto por más que no hay sol. Mi hermano tiene 9 años y no sabe lo que es ser peronista. Tiene ese gorro porque lo encontró en la calle. Nadie se lo compró. Mientras caminamos él levanta los brazos y saluda a los vecinos como si fuera Perón y estuviera en el balcón de la Casa Rosada. Los vecinos lo festejan. Él parece entrar en trance en cada saludo que realiza. Los autos le tocan bocina para festejar la ocurrencia. Marcelo es el popular de los dos por más que yo entré a la cancha mientras juegan los titulares. Él espera en la platea la llegada de papá. No tiene miedo. No se asusta. La platea es su escenario. Allí come gratis porque le regalan los panchos. Bebe Coca cola sin pagar porque el vendedor es de la JTP. En la platea él esta en su reino. Parado sobre los asientos de madera imita a “La momia” luchando contra Karadagián. Puedo sentir los aplausos a las actuaciones de mi hermano desde el vestuario.
            Estamos cambiados. Listos para entrara la cancha. Perducca nos dice que hoy salimos por el túnel y no por la platea como el sábado pasado. El pasillo que conduce al túnel es oscuro, apenas están prendidas algunas bombitas cada tanto. Él viejo nos pide que lo sigamos. En el camino pasamos por el vestuario local que huele a linimento de alcanfor, que suena a botines con tapones de metal contra el piso de Pórtland.
            Subimos una escalera. Perducca da unos golpes de puño contra la puerta de chapa que cierra la salida del túnel. La puerta se mueve. Vemos aparecer el cielo aún más celeste que nuestra camiseta. Un estallido de gritos nos penetra las orejas. Pisamos el césped como si fuéramos jugadores de la primera. Me tiemblan las piernas. Tengo la piel de gallina. Corremos hasta nuestros puestos al lado de la línea de cal. Los mismos sitios de la fecha anterior.
            El partido esta por empezar. La Voz del Estadio da la formación de los equipos por los altoparlantes. El sonido aturde a quienes estamos cerca. Los perros de la policía aúllan desconsolados. Las hinchadas se baten en un duelo de canto, bombos y banderas. Los bombos nuestros están pintados de celeste por fuera y llevan el escudo peronista en el parche. Los golpean con mangueras atadas a las manos. Sobre los cueros hay manchas de sangre vieja y nueva. Los jugadores titulares de ambos equipos salen a la cancha. Se acercan al mediocampo. Los fotógrafos disparan sus maquinas para los diarios. “La voz del estadio” felicita al niño de la platea que lleva puesto el gorro de Campora y las tribunas estallan en un solo canto:
Yo te daré.
Te daré patria hermosa.
Te daré una cosa.
Una cosa que empieza con P.
Perón
Y aplauden al mismo tiempo. El estadio entero parece en trance de misa. En estado de emoción colectiva. Yo nunca vi nada igual. Caen más papeles. El árbitro del partido, como si nada pasara, revolea una moneda. Resultado: Abre Lanús. Temperley elije arco. Mi hermano se sienta y papá, que recién llega, lo abraza e intenta sacarle el gorro sin éxito. De toda la tribuna baja un solo canto:

Los muchachos peronistas
todos unidos triunfaremos,
y como siempre daremos
un grito de corazón:
¡Viva Perón! ¡Viva Perón!
Por ese gran argentino
que se supo conquistar
a la gran masa del pueblo
combatiendo al capital.
¡Perón, Perón, qué grande sos!
¡Mi general, cuanto valés!
¡Perón, Perón, gran conductor,
sos el primer trabajador!

            En una tarde que se volvió muy lluviosa en unos pocos minutos. Sobre un terreno barroso el celeste le ganó 1 a 0 a Lanús y todo fue delirio. Los hinchas del granate se fueron rodeados por la policía y nosotros nos quedamos cantando bajo el agua más de cuarenta minutos. Habíamos pasado una prueba de fuego. Le ganábamos al caballo del comisario. Y le ganábamos a lo guapo: “Desde atrás”, como le gustaba decir al abuelo Pichón. Los jugadores, empapados, revoleaban sus camisetas en el aire para que no afloje el canto en la tribuna y suenen más fuerte los bombos.
            Algo se encendió esa tarde. Lo podíamos sentir los que no nos fuimos por la lluvia. Se palpaba en el aire. Era un sentimiento eléctrico. Nosotros regresamos caminando a casa bajo la lluvia. Felices. El peca estaba en la puerta de la Sastrería esperándonos para festejar. Él lo invitó a papá con un vaso de ginebra y un pucho. Papá se bebió la ginebra de un trago y encendió el cigarro. A nosotros nos dieron dos toallas y ropa seca. Nos desvestimos y nos secamos mientras Papá le contó completo al Peca como fue el gol de Patti que algunos decían que fue gol en contra del defensor de Lanús. Emocionado Papá soltó al aire: si el sábado que viene le ganamos a Los Andes yo pago el asado para todos. Ese sábado dejó de importarle que el Peca fuera Peronista y faltó al trabajo.
( Continuará...)