Cabellos de
ángel
La noche del 8 de noviembre se decretó el estado
de sitio en todo el país. Durante toda la semana se habló y se habló en la
calle, la radio y la tele del asunto. Se preveían y se anunciaban ajustes de
cuentas por la muerte de Perón. Esa noche mamá nos llamó a cenar más temprano
que de costumbre. Solíamos comer luego del informativo de Canal 13. Pero por
alguna razón hubo cambio de rutinas y nos perdimos los discursos que
trasmitiría cadena nacional.
En
la cocina una pequeña nube de vapor sobrevolaba los platos hondos color azul.
La sopa de fideos debía beberse caliente. Muy caliente y salada. Según papá esas
eran las condiciones indispensables para mejorar la comida de los pobres. El
salero, el botellón de agua y los vasos altos de vidrio acompañaban todas
nuestras comidas. Comíamos en la cocina. En una mesa que se apoyaba contra la
ventana por la que se veían las hojas y las ramas de los altos plátanos de la
vereda. Comíamos apretados. Cerca de la olla, con sus olores de verduras y
carne con hueso hervida. El ambiente era húmedo. En la cocina habitaba un
silencio que permitía oír el sonido metálico de las cucharas dando vueltas
sobre los platos para enfriar el caldo. En los remolinos de la sopa los fideos
se despegaban. Cada cabello de ángel se transformaba en un hilo amarillo capaz
de armar dibujos abstractos en el agua. Me encantaban los círculos y los anillos
que los fideos dibujaban en mi plato.
Mamá
esa noche terminó su sopa apurada, bebió un vaso de vino de golpe y se paró.
Nos tomó de la mano y nos llevó a Marcelo y a mi hasta el pasillo que unía la
cocina con los dormitorios y el baño. Nos apoyó con la espalda contra la pared.
Tomo distancia y nos observó. Sus ojos marrones se movían inquietos. Era
evidente que median distancias, calculaban inclinaciones y verificaban alturas.
Unos segundos después parecía satisfecha y entonces nos habló: Si escuchan
ruidos de disparos dejen todo lo que estén haciendo y corran a este lugar. Los
quiero parados como están ahora, con la vista puesta y atenta en la escalera.
No se muevan salvo que escuchen órdenes mías o de papá. Si el ataque es de
noche, cosa que es lo más probable, apaguen las luces y el televisor. Por nada
del mundo griten.
Marcelo
y yo la miramos tomados de la mano. Inmóviles. Ella, entonces, amplió la
información. Nos dio detalles que parecían muy calculados: Elegimos el pasillo
como refugio porque es angosto y permite controlar los accesos a la casa. En
caso de que se arme un tiroteo acá estarían a salvo. El lugar no tiene ninguna
ventana y por lo tanto esta fuera del alcance de las balas o de la caída de los
vidrios. Además y esto es muy importante, nos dijo mamá sin cambiar el tono,
para usar las armas esperen siempre una señal nuestra. Las pistolas están en mi
cuarto. Bajo la cama.
Mamá
articulaba cada palabra. Hablaba despacio. Quería que entendiéramos y
memorizáramos lo enseñado detalle por detalle. Antes de cambiar de tema nos
aclaró: en caso de estar solo debíamos hacer lo mismo pero quien daría las
órdenes sería yo por ser el más grande.
Después
la cena continuó con la sopa más fría pero como siempre: Sin televisión, sin
series norteamericanas, sin películas de bestias malditas o fútbol. En la hora
de la comida sólo se podía conversar. Por suerte no rezábamos. Mamá y papá
odiaban tener que rezar. No podían ver a las monjas y a los curas. Jamás nos
llevaron a una Iglesia ni a una misa pero nos bautizaron con padrinos y todo.
Mi padrino de bautismo era también mi tío, el hermano de papá. Él llevaba
pistolas en el auto. Las llevaba porque mi abuelo, su padre, tenía miedo de que
lo asaltaran cuando él hacía la cobranza de la empresa. El abuelo, también,
usaba una escopeta.
No
era un secreto para nosotros que en casa se escondían armas. Marcelo y yo
sabíamos cual era el sitio aún antes de la confesión de mamá. El lugar era un
medio cajón de madera que un hábil carpintero supo disimular para resguardar
los anillos de oro de la abuela y algo de dinero extranjero. Costumbres
familiares de épocas en que se vivían guerras. En el bajo fondo esperaban por
nosotros dos calibres 38 y un 22 que secretamente ya habíamos repartido por las
nuestras. Yo quería la de culata de madera. En el mismo cajón se guardaban
varias cajas de cartón con municiones. Cada arma tenía reservada tres cajas de
balas. Las pistolas estaban envueltas en franelas amarillas dobladas sobre si
mismas como triángulos de un barrilete. En un rincón del cajón la Magnum , color negro
brillante, de papá dormía en su estuche de cuero.
La
cena concluyó con los platos a medio terminar y una última recomendación de
mamá: si apuntan, disparen. En mi plato los cabellos de ángel se veían
estirados y flacos. Fríos. Muertos de miedo. Nos fuimos a dormir sin nada en el
estomago.
…El olor de la comida nos lleva
directo hasta un techo de chapa de cinc despintado. El lugar desde el cielo
parece ser un gallinero abandonado. Está vacío y tiene la puerta abierta. A los
costados y en el frente de lugar hay mucha semilla desparramada. El aire
permite oler lejanas tormentas de
viento. Marcelo y yo somos parte de una bandada de mirlos que cae hambrienta
sobre la comida. Caemos juntos. En picada. Llevamos las alas apretadas al
cuerpo hasta estar cerca del suelo. A centímetros del césped un movimiento del
cuerpo permite un aleteo suave y silencioso. Apoyamos el cuerpo en la tierra
sin alborotos. No podemos descubrir nuestra presencia. No sabemos si hay perros
o gatos sueltos. Tenemos miedo. Nadie quiere ser descubierto. Dando pequeños
saltos entramos al gallinero. Adentro ya hay gorriones, palomas y calandrias
que se golpean entre si. Caen plumas y cagadas de los que vuelan con el
estomago satisfecho. Sobran pulgas y el olor es fétido. Los desesperados se
pisotean entre si con tal de alcanzar un hueco para picotear semillas.
Marcelo
y yo nos arrinconamos en un costado, contra una pared de madera, en la cara del
gallinero opuesta a la puerta. Pocos llegaron hasta allí. La mayoría, apurados,
se aprietan en la entrada. Sobre nosotros vuelan varios gorriones empujando por
un lugar.
Tengo
el pico empastado de tragar alpiste y mijo. El hambre gobierna nuestros actos.
Desde la izquierda picotean el ala de Marcelo para empujarlo y hacer espacio.
Yo salto a defenderlo. No llego. Me detienen las alas de una lechuza. Le pican
la cara. Un ojo. Cae.
Un
perro ladrando como loco sale de la casa. Corre directo hacia nosotros. Salta y
se arroja contra el alambre. Impacta sus dientes contra una madera. Un hombre
viene detrás del perro. Es un amigo de papá. Un italiano que peleó en la
segunda guerra mundial. El tipo entra y cierra la puerta. Una estampida de
gorriones asustados se estrella contra la pared del fondo y caen sobre nosotros.
Comienzan los disparos. Los cadáveres se desparraman en varios pedazos. Las
patas, los picos y las alas se desprenden de los cuerpos. Los mirlos saltan
sobre el asesino y le clavaban sus picos y sus garras. Uno llega a incrustarle
un picotazo en la oreja. El hombre enloquece y empieza a girar en redondo
disparando con las dos armas. Una en cada mano. Además con sus piernas pisotea
todo cuanto tiene cerca. El dolor lo transformó en una maquina asesina.
Pensé
que el asesino reconocería que éramos los hijos de su amigo y nos salvaría.
Pero no. Trato de empujar a mi hermano herido para acercarnos hasta el alambre
de gallinero. Marcelo me sigue en una pierna. Mi plan es fugarnos por un
pequeño hueco. Llegamos. Clavo mis dos piernas sobre un cuerpo de una calandria
y empujo hasta asfixiarme con tal de sacar el cuerpo de ese lugar. Las alas se
me traban. Los disparos aumentan. El cielo se oscurece. Siento que me oprimen
el pecho. Vomito las pocas semillas que aún guardo en el pico. A un costado
Marcelo, con los ojos ensangrentados, muere aplastado. Yo también caigo sobre
él…
(continuará....)
(continuará....)
No hay comentarios:
Publicar un comentario