domingo, 3 de noviembre de 2013

Texto 10

Cabellos de ángel


La noche del 8 de noviembre se decretó el estado de sitio en todo el país. Durante toda la semana se habló y se habló en la calle, la radio y la tele del asunto. Se preveían y se anunciaban ajustes de cuentas por la muerte de Perón. Esa noche mamá nos llamó a cenar más temprano que de costumbre. Solíamos comer luego del informativo de Canal 13. Pero por alguna razón hubo cambio de rutinas y nos perdimos los discursos que trasmitiría cadena nacional.
            En la cocina una pequeña nube de vapor sobrevolaba los platos hondos color azul. La sopa de fideos debía beberse caliente. Muy caliente y salada. Según papá esas eran las condiciones indispensables para mejorar la comida de los pobres. El salero, el botellón de agua y los vasos altos de vidrio acompañaban todas nuestras comidas. Comíamos en la cocina. En una mesa que se apoyaba contra la ventana por la que se veían las hojas y las ramas de los altos plátanos de la vereda. Comíamos apretados. Cerca de la olla, con sus olores de verduras y carne con hueso hervida. El ambiente era húmedo. En la cocina habitaba un silencio que permitía oír el sonido metálico de las cucharas dando vueltas sobre los platos para enfriar el caldo. En los remolinos de la sopa los fideos se despegaban. Cada cabello de ángel se transformaba en un hilo amarillo capaz de armar dibujos abstractos en el agua. Me encantaban los círculos y los anillos que los fideos dibujaban en mi plato. 
            Mamá esa noche terminó su sopa apurada, bebió un vaso de vino de golpe y se paró. Nos tomó de la mano y nos llevó a Marcelo y a mi hasta el pasillo que unía la cocina con los dormitorios y el baño. Nos apoyó con la espalda contra la pared. Tomo distancia y nos observó. Sus ojos marrones se movían inquietos. Era evidente que median distancias, calculaban inclinaciones y verificaban alturas. Unos segundos después parecía satisfecha y entonces nos habló: Si escuchan ruidos de disparos dejen todo lo que estén haciendo y corran a este lugar. Los quiero parados como están ahora, con la vista puesta y atenta en la escalera. No se muevan salvo que escuchen órdenes mías o de papá. Si el ataque es de noche, cosa que es lo más probable, apaguen las luces y el televisor. Por nada del mundo griten.
            Marcelo y yo la miramos tomados de la mano. Inmóviles. Ella, entonces, amplió la información. Nos dio detalles que parecían muy calculados: Elegimos el pasillo como refugio porque es angosto y permite controlar los accesos a la casa. En caso de que se arme un tiroteo acá estarían a salvo. El lugar no tiene ninguna ventana y por lo tanto esta fuera del alcance de las balas o de la caída de los vidrios. Además y esto es muy importante, nos dijo mamá sin cambiar el tono, para usar las armas esperen siempre una señal nuestra. Las pistolas están en mi cuarto. Bajo la cama.
            Mamá articulaba cada palabra. Hablaba despacio. Quería que entendiéramos y memorizáramos lo enseñado detalle por detalle. Antes de cambiar de tema nos aclaró: en caso de estar solo debíamos hacer lo mismo pero quien daría las órdenes sería yo por ser el más grande.
            Después la cena continuó con la sopa más fría pero como siempre: Sin televisión, sin series norteamericanas, sin películas de bestias malditas o fútbol. En la hora de la comida sólo se podía conversar. Por suerte no rezábamos. Mamá y papá odiaban tener que rezar. No podían ver a las monjas y a los curas. Jamás nos llevaron a una Iglesia ni a una misa pero nos bautizaron con padrinos y todo. Mi padrino de bautismo era también mi tío, el hermano de papá. Él llevaba pistolas en el auto. Las llevaba porque mi abuelo, su padre, tenía miedo de que lo asaltaran cuando él hacía la cobranza de la empresa. El abuelo, también, usaba una escopeta.
            No era un secreto para nosotros que en casa se escondían armas. Marcelo y yo sabíamos cual era el sitio aún antes de la confesión de mamá. El lugar era un medio cajón de madera que un hábil carpintero supo disimular para resguardar los anillos de oro de la abuela y algo de dinero extranjero. Costumbres familiares de épocas en que se vivían guerras. En el bajo fondo esperaban por nosotros dos calibres 38 y un 22 que secretamente ya habíamos repartido por las nuestras. Yo quería la de culata de madera. En el mismo cajón se guardaban varias cajas de cartón con municiones. Cada arma tenía reservada tres cajas de balas. Las pistolas estaban envueltas en franelas amarillas dobladas sobre si mismas como triángulos de un barrilete. En un rincón del cajón la Magnum, color negro brillante, de papá dormía en su estuche de cuero.
            La cena concluyó con los platos a medio terminar y una última recomendación de mamá: si apuntan, disparen. En mi plato los cabellos de ángel se veían estirados y flacos. Fríos. Muertos de miedo. Nos fuimos a dormir sin nada en el estomago.  
            …El olor de la comida nos lleva directo hasta un techo de chapa de cinc despintado. El lugar desde el cielo parece ser un gallinero abandonado. Está vacío y tiene la puerta abierta. A los costados y en el frente de lugar hay mucha semilla desparramada. El aire permite oler lejanas tormentas de viento. Marcelo y yo somos parte de una bandada de mirlos que cae hambrienta sobre la comida. Caemos juntos. En picada. Llevamos las alas apretadas al cuerpo hasta estar cerca del suelo. A centímetros del césped un movimiento del cuerpo permite un aleteo suave y silencioso. Apoyamos el cuerpo en la tierra sin alborotos. No podemos descubrir nuestra presencia. No sabemos si hay perros o gatos sueltos. Tenemos miedo. Nadie quiere ser descubierto. Dando pequeños saltos entramos al gallinero. Adentro ya hay gorriones, palomas y calandrias que se golpean entre si. Caen plumas y cagadas de los que vuelan con el estomago satisfecho. Sobran pulgas y el olor es fétido. Los desesperados se pisotean entre si con tal de alcanzar un hueco para picotear semillas.
            Marcelo y yo nos arrinconamos en un costado, contra una pared de madera, en la cara del gallinero opuesta a la puerta. Pocos llegaron hasta allí. La mayoría, apurados, se aprietan en la entrada. Sobre nosotros vuelan varios gorriones empujando por un lugar.
            Tengo el pico empastado de tragar alpiste y mijo. El hambre gobierna nuestros actos. Desde la izquierda picotean el ala de Marcelo para empujarlo y hacer espacio. Yo salto a defenderlo. No llego. Me detienen las alas de una lechuza. Le pican la cara. Un ojo. Cae.
            Un perro ladrando como loco sale de la casa. Corre directo hacia nosotros. Salta y se arroja contra el alambre. Impacta sus dientes contra una madera. Un hombre viene detrás del perro. Es un amigo de papá. Un italiano que peleó en la segunda guerra mundial. El tipo entra y cierra la puerta. Una estampida de gorriones asustados se estrella contra la pared del fondo y caen sobre nosotros. Comienzan los disparos. Los cadáveres se desparraman en varios pedazos. Las patas, los picos y las alas se desprenden de los cuerpos. Los mirlos saltan sobre el asesino y le clavaban sus picos y sus garras. Uno llega a incrustarle un picotazo en la oreja. El hombre enloquece y empieza a girar en redondo disparando con las dos armas. Una en cada mano. Además con sus piernas pisotea todo cuanto tiene cerca. El dolor lo transformó en una maquina asesina.
            Pensé que el asesino reconocería que éramos los hijos de su amigo y nos salvaría. Pero no. Trato de empujar a mi hermano herido para acercarnos hasta el alambre de gallinero. Marcelo me sigue en una pierna. Mi plan es fugarnos por un pequeño hueco. Llegamos. Clavo mis dos piernas sobre un cuerpo de una calandria y empujo hasta asfixiarme con tal de sacar el cuerpo de ese lugar. Las alas se me traban. Los disparos aumentan. El cielo se oscurece. Siento que me oprimen el pecho. Vomito las pocas semillas que aún guardo en el pico. A un costado Marcelo, con los ojos ensangrentados, muere aplastado. Yo también caigo sobre él…

(continuará....)

No hay comentarios:

Publicar un comentario