lunes, 7 de octubre de 2013

Texto 6

Tres Puntos


Abril en el estadio Berenguer. Cielo despejado. Tribunas colmadas de socios que aprovechan el sábado de tarde para alentar a su club. Banderas celestes atadas al alambrado llegan hasta el paravalanchas de la tribuna local. La platea esta repleta de socios vitalicios y autoridades del club. Segunda fecha de la segunda rueda. Era, todos lo sabían, tiempo de revanchas. Los celestes venían de ganar el sábado pasado ante Talleres por 4 goles. Hoy había que ganarle a Quilmes y festejar. Los jugadores habían comido en el club por seguridad y el presidente los visitó para dar apoyo después del almuerzo. Algunos durmieron una siesta corta en el vestuario.
            A las tres de la tarde en punto los pibes de don ángel estábamos cambiados y dentro del campo de juego. La prensa acreditada trabajaba en su sitio. Todo estaba dispuesto para el inicio del partido. Afuera, sobre la avenida 9 de Julio, los bombos de la hinchada de Quilmes se hacían escuchar nerviosos. Repiqueteaban. Repiqueteaban. Repiqueteaban. Las gargantas visitantes sonaban enfurecidas. Las bocinas de los micros en los que viajaron taladraban el hormigón de la pared del vestuario. Las puertas del ingreso de visitantes estaban cerradas. La idea era que ellos se quedaran afuera. Sin ver el partido. Sin alentar a su equipo. Era una devolución de gentilezas. En el partido de ida fue al revés.
            La hinchada de Quilmes no se achicó. Entró por la puerta de locales a las trompadas. Serían unos doscientos o un poco más pero tenían la fuerza de miles. Ninguno pagó la entrada y a los porteros casi les parten la cara cuando trataron de impedirles el paso. Desde el rincón del corner, pegado al alambre, podía ver entrar a la columna cervecera sin freno. Atravesaron la tribuna local sin que nadie los detenga. Los de Quilmes avanzaban por el pasillo sin subir. Llevan cinco bombos de la J.T.P Unión Obrera Metalúrgica, mangueras, cadenas, cinturones agarrados de las hebillas y latas de tomates abiertas mostrando los filos. Un melenudo que camina sin camisa, casi desnudo, a no ser por un pantaloncito de futbol, cubre su cuello con un perro muerto. El “rulo” es el único de Temperley que no se mueve de su sitio. El rulo es el jefe de la hinchada. Las banderas, la gente y cualquier cosa pintada de celeste se abrieron en abanico hacia arriba. El rulo les gritaba “el cele no se va, el cele no se va”. Los de Quilmes se detienen frente a él y golpean más fuertes sus bombos. Vuelan piedras, palos y algún trompazo. Los fotógrafos pegados al arco se dan vuelta y corren hasta la mitad del área chica. Don ángel nos junta y nos esconde debajo del techito que cubría el banco de suplentes. Él se queda con nosotros pero no deja de mirar la tribuna local. La policía se agrupa y camina hasta el alambrado. El arbitro Benitez, atento al asunto apura el inicio del encuentro y las hinchadas se insultan pero buscan su sitios. El partido comienza cinco minutos antes de lo pactado pero nadie protesta. Temperley vestía: camiseta celeste, pantalón negro y medias a rayas horizontales celestes y blancas. El equipo venia puntero. Nadie quería quilombo pero las barras estaban muy calientes.
            A los 13 minutos del primer tiempo el negro Corvalán recibe una pelota de Biondi y con un pase de zurda corto habilita a García que logra vencer a Casarino. El 1 a 0 celeste desata un festejo que recorre la cancha como si fuera el último gol del partido del ascenso pero en realidad es el primer leño de un incendio que podía olerse hasta en el pasto verde de la cancha.
            El entretiempo fue eterno. Insoportable del calor y la falta de aire. Nadie paró de alentar a su equipo ni en los baños repletos de hombres que meaban contra la pared.
            Los celestes regresaron al campo de juego con variantes técnicas: Fierro por Arribillaga y Fernández por García, muy golpeado en las piernas después del gol. Silbato mediante se inició el partido con los 22 jugadores en la cancha. Sólo 4 minutos después Patti convierte el segundo gol de Temperley y el estadio explota. Varios hinchas del club ingresan a la cancha y corren tras los jugadores. La policía los persigue pero no agarra ninguno. Los cantos bajan de la tribuna rabiosa de éxito. Los de Quilmes callan. Se mueren por dentro. Putean a los suyos.
            Sorpresa.
            El equipo cervecero reacciona con furia y pone el partido 2 a 1 por medio de un golazo de Rodríguez. Los hinchas visitantes enloquecen y retoman el aliento. Sus bombos vuelven a estallar.
            Más sorpresas.
            Al minuto 30 el réferi anula un gol de Quilmes y a contrapierna Magallanes conecta con Patti que deja en el camino dos defensores de Quilmes y clava el 3 a 1 celeste. Una lluvia de piedras cae sobre el árbitro y lo lastima. El cuervo se retira al vestuario. La platea putea al delegado de AFA para que ponga un Juez suplente y este designa al línea que tenía a un costado.
            Los últimos trece minutos se juegan con parte de la hinchada de Quilmes dentro del campo, con la policía que los corre y esta vez no perdona. Varios son detenidos a los golpes y sacados de la cancha por la fuerza. La cana lleva escudos de plástico para taparse de las piedras que llueven contra ellos. Nadie los quiere. La hinchada de Temperley se suma al quilombo al grito de “5 por 1 no va a quedar ninguno”. El árbitro adelanta el fin del partido dando el último pitazo casi con un pie en el túnel. La bandera de Montoneros de la hinchada celeste se desliza hacía la punta derecha de la tribuna. Cerca del sector por donde se deberán ir los visitantes. Los de Quilmes abandonan el estadio cantando “Ni Yankees, ni marxistas…peronistas”.
            La hinchada de Quilmes ya esta en la calle. Sus bombos no tienen respiro. Se escuchan disparos. Sirenas de la policía. Hay ruido a vidrios que explotan y caen sobre la cancha. Sobre la tribuna visitante quedan restos de banderas sujetas a palos y un par de borrachos casi muertos. Los de Temperley gritan: “Acá están, estos son, los soldados de Perón”.  La “voz del estadio” pide calma por los altoparlantes tratando de que, al menos, los locales aflojen. Nada. Sigue la lluvia de piedras. Un pedazo de ladrillo impacta en mi cara. Me caigo. Con las dos manos intento frenar la sangre que brota de mi boca. La sangre corre por las manos, los brazos y mancha la camiseta. Don ángel corre por el bidón de agua de los jugadores y vuelca el liquido sobre la herida. Observa unos segundos y con tranquilidad y viveza me saca de la cancha por el túnel antes de que lo cierren.
            En el vestuario todos intuían que se venia la clausura del estadio. Dirigentes y jugadores discutían. Había clima de festejo y bronca. Perducca gritaba: Si lo pibes tienen que trabajar con estas bestias en las tribunas me voy a la mierda. Papá llegó con la chomba empapada de transpiración. Fatigado. Desde joven sufría de asma y los nervios lo dejaban sin aire en los pulmones. Correr lo dejaba “A la miseria” como decía el abuelo. Don ángel, rápido como un rayo, le revoleó una toalla húmeda que él atrapó en el aire y me la apoyó sobre la cara. Papá tosió fuerte varias veces. Luego respiró hondo y se aplicó una dosis del Ventolin que vivía en el bolsillo trasero de su pantalón. Luego se apoyó con la mano y el brazo izquierdo contra una columna y comenzó a respirar más despacio. En pocos minutos logró intercambiar unas palabras con el viejo Perducca. Sin mucha despedida salimos rumbo a la Sala de Primeros Auxilios anexa al club. Al parecer hacía ese pequeño centro de salud estaban derivando a los heridos del estadio. Fuimos caminando despacio. Papá respiraba y caminaba lento. En la vereda, bajo la tribuna, un grupo de policías protegían las ventanas y la puerta de salida del vestuario de visitantes. Los jugadores de Quilmes aún estaban en el estadio y los hinchas de Temperley les seguían gritando desde la calle: “Celeste, celeste. Cueste lo que cueste”.
            Tardamos algo más de veinte minutos en recorrer la media cuadra que separaba la puerta de la cancha de la puerta de la salita. Pero llegamos. En el hall una mujer vestida con uniforme y gorro verde nos atendió de forma gentil y ágil. Me preguntó si aún me dolía la herida, si podía esperar unos minutos y nos pidió que nos sentáramos. Nos aclaró que el doctor recién había llegado de la cancha. Era evidente que había más trabajo que de costumbre. Papá le protestó porque él consideraba que yo era un niño y merecía prioridad. La enfermera movió su cabeza hacia ambos lados como única respuesta. Nos sentamos en el pasillo al que abría el consultorio junto a quienes esperaban para ser atendidos. Del grupo, el que peor se veía era un flaquito con varios moretones en la cara y el pelo hecho un mazacote de mugre y sangre. Tenía el torso desnudo y en el cuello llevaba atada una camiseta de Quilmes. Verlo daba lastima y ganas de vomitar.
            En la Salita se atendían todos los jugadores profesionales del Club. El medico del plantel trabajaba allí. El Doctor Beccari, a quien Don Ángel le decía “El Matasanos”, viajaba en el ómnibus con los titulares cuando éramos visitantes, entraba a la cancha y cada tanto se daba alguna vuelta por la práctica. Todos lo admiraban por su mano mágica para calmar los golpes de los contrarios en unos pocos segundos. El mismísimo flaco Beccari me curaría la boca sin cobrarnos un peso. Sentía que varios dientes se me caerían esa tarde pero yo estaba loco de emoción.
            El flaco en persona nos hizo ingresar al consultorio. Vestía camisa de riguroso celeste y pantalón azul. Llevaba, sobre el brazo derecho, el brazalete rojo de Medico con el que entraba a la cancha. Tenía un cigarrillo encendido entre los labios y el bigote despeinado. Sin ni siquiera mirarme le ordenó a papá que retire la venda que traía puesta sobre la boca y que me limpiara toda la zona con alcohol. Le habló como si lo conociera de toda la vida o trabajaran juntos. “Quiero ver la herida”, le dijo a papá. Si mas dilaciones el doctor tiró el pucho a un costado, se calzó los anteojos y con su mano derecha tocó mi pera. Abrió la herida, apoyó un algodón con algo picante y yo grité como toda la hinchada de Temperley junta. El flaco tosió sorprendido. Papá me sujeto la espalda para que no me moviera y el flaco se volvió a acercar. Miró por segunda vez y dictaminó: Hay que coser.
            Me recostaron sobre la camilla y papá apretó mis manos mientras llegaban las cosas. Por la puerta ingresaban los sonidos de pasos agitados, de charlas cortas, de saludos y gritos de alegría. El flaco Beccari prendió otro cigarrillo y soltó: Hoy si que les dimos una buena paliza a estos culos rotos de Quilmes. El formol que inundaba el lugar me desmayó.
            Llegamos a casa con dos horas de retraso, con tres puntos bajo el labio inferior y una camiseta de Temperley vieja que me prestaron en la salita. Mamá, desde lejos, parecía enojada. De nada sirvieron las palabras de papá que intentaba calmarla. En la cocina de casa la radio informaba que la policía tenía varios detenidos. Se decía que en el cruce de Pasco y Brow había enfrentamientos de simpatizantes de Temperley con los micros de Quilmes. El celeste tenía mucha hinchada del otro lado de las vías. Los bombos de la JP venían de esos barrios.
            Suspendieron el Estadio por dos fechas. Yo nunca mas trabajé de alcanza pelotas. Por suerte se venía el mundial de Alemania y daba para olvidar.


 (continuará......)

1 comentario:

  1. dice: Oscar Temperley Kpo
    Mi mamá me llevó a la cancha. tenía 9 años hoy tengo 47. me enamoré del club, los colores y la gente que cada uno es un personaje. Me acuerdo de sin cogote famose hincha mi amigo el gallegito cuando alla en el 2001 no andamos bien nacio mi nena el 23 de agosto ese dia ganamos me pregunto la enfermera como se va a llamar ? ni lo dude celeste milagro ( x que ganamos fue un milagro celeste )en el cierre del club me puse mal recorria las almacenes para llevar los sanguches y bebidas a los jugadores

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