Tres Puntos
Abril en el estadio Berenguer. Cielo despejado. Tribunas
colmadas de socios que aprovechan el sábado de tarde para alentar a su club. Banderas
celestes atadas al alambrado llegan hasta el paravalanchas de la tribuna local.
La platea esta repleta de socios vitalicios y autoridades del club. Segunda
fecha de la segunda rueda. Era, todos lo sabían, tiempo de revanchas. Los
celestes venían de ganar el sábado pasado ante Talleres por 4 goles. Hoy había
que ganarle a Quilmes y festejar. Los jugadores habían comido en el club por
seguridad y el presidente los visitó para dar apoyo después del almuerzo.
Algunos durmieron una siesta corta en el vestuario.
A
las tres de la tarde en punto los pibes de don ángel estábamos cambiados y
dentro del campo de juego. La prensa acreditada trabajaba en su sitio. Todo
estaba dispuesto para el inicio del partido. Afuera, sobre la avenida 9 de Julio,
los bombos de la hinchada de Quilmes se hacían escuchar nerviosos.
Repiqueteaban. Repiqueteaban. Repiqueteaban. Las gargantas visitantes sonaban
enfurecidas. Las bocinas de los micros en los que viajaron taladraban el
hormigón de la pared del vestuario. Las puertas del ingreso de visitantes
estaban cerradas. La idea era que ellos se quedaran afuera. Sin ver el partido.
Sin alentar a su equipo. Era una devolución de gentilezas. En el partido de ida
fue al revés.
La
hinchada de Quilmes no se achicó. Entró por la puerta de locales a las
trompadas. Serían unos doscientos o un poco más pero tenían la fuerza de miles.
Ninguno pagó la entrada y a los porteros casi les parten la cara cuando
trataron de impedirles el paso. Desde el rincón del corner, pegado al alambre,
podía ver entrar a la columna cervecera sin freno. Atravesaron la tribuna local
sin que nadie los detenga. Los de Quilmes avanzaban por el pasillo sin subir.
Llevan cinco bombos de la J.T .P
Unión Obrera Metalúrgica, mangueras, cadenas, cinturones agarrados de las hebillas
y latas de tomates abiertas mostrando los filos. Un melenudo que camina sin
camisa, casi desnudo, a no ser por un pantaloncito de futbol, cubre su cuello
con un perro muerto. El “rulo” es el único de Temperley que no se mueve de su
sitio. El rulo es el jefe de la hinchada. Las banderas, la gente y cualquier
cosa pintada de celeste se abrieron en abanico hacia arriba. El rulo les
gritaba “el cele no se va, el cele no se va”. Los de Quilmes se detienen frente
a él y golpean más fuertes sus bombos. Vuelan piedras, palos y algún trompazo.
Los fotógrafos pegados al arco se dan vuelta y corren hasta la mitad del área
chica. Don ángel nos junta y nos esconde debajo del techito que cubría el banco
de suplentes. Él se queda con nosotros pero no deja de mirar la tribuna local.
La policía se agrupa y camina hasta el alambrado. El arbitro Benitez, atento al
asunto apura el inicio del encuentro y las hinchadas se insultan pero buscan su
sitios. El partido comienza cinco minutos antes de lo pactado pero nadie protesta.
Temperley vestía: camiseta celeste, pantalón negro y medias a rayas
horizontales celestes y blancas. El equipo venia puntero. Nadie quería quilombo
pero las barras estaban muy calientes.
A
los 13 minutos del primer tiempo el negro Corvalán recibe una pelota de Biondi
y con un pase de zurda corto habilita a García que logra vencer a Casarino. El 1 a 0 celeste desata un festejo
que recorre la cancha como si fuera el último gol del partido del ascenso pero
en realidad es el primer leño de un incendio que podía olerse hasta en el pasto
verde de la cancha.
El
entretiempo fue eterno. Insoportable del calor y la falta de aire. Nadie paró
de alentar a su equipo ni en los baños repletos de hombres que meaban contra la
pared.
Los
celestes regresaron al campo de juego con variantes técnicas: Fierro por
Arribillaga y Fernández por García, muy golpeado en las piernas después del
gol. Silbato mediante se inició el partido con los 22 jugadores en la cancha. Sólo
4 minutos después Patti convierte el segundo gol de Temperley y el estadio
explota. Varios hinchas del club ingresan a la cancha y corren tras los
jugadores. La policía los persigue pero no agarra ninguno. Los cantos bajan de
la tribuna rabiosa de éxito. Los de Quilmes callan. Se mueren por dentro.
Putean a los suyos.
Sorpresa.
El
equipo cervecero reacciona con furia y pone el partido 2 a 1 por medio de un golazo de
Rodríguez. Los hinchas visitantes enloquecen y retoman el aliento. Sus bombos
vuelven a estallar.
Más
sorpresas.
Al
minuto 30 el réferi anula un gol de Quilmes y a contrapierna Magallanes conecta
con Patti que deja en el camino dos defensores de Quilmes y clava el 3 a 1 celeste. Una lluvia de
piedras cae sobre el árbitro y lo lastima. El cuervo se retira al vestuario. La
platea putea al delegado de AFA para que ponga un Juez suplente y este designa
al línea que tenía a un costado.
Los
últimos trece minutos se juegan con parte de la hinchada de Quilmes dentro del
campo, con la policía que los corre y esta vez no perdona. Varios son detenidos
a los golpes y sacados de la cancha por la fuerza. La cana lleva escudos de
plástico para taparse de las piedras que llueven contra ellos. Nadie los
quiere. La hinchada de Temperley se suma al quilombo al grito de “5 por 1 no va
a quedar ninguno”. El árbitro adelanta el fin del partido dando el último
pitazo casi con un pie en el túnel. La bandera de Montoneros de la hinchada
celeste se desliza hacía la punta derecha de la tribuna. Cerca del sector por
donde se deberán ir los visitantes. Los de Quilmes abandonan el estadio
cantando “Ni Yankees, ni marxistas…peronistas”.
La
hinchada de Quilmes ya esta en la calle. Sus bombos no tienen respiro. Se
escuchan disparos. Sirenas de la policía. Hay ruido a vidrios que explotan y caen
sobre la cancha. Sobre la tribuna visitante quedan restos de banderas sujetas a
palos y un par de borrachos casi muertos. Los de Temperley gritan: “Acá están,
estos son, los soldados de Perón”. La “voz
del estadio” pide calma por los altoparlantes tratando de que, al menos, los locales
aflojen. Nada. Sigue la lluvia de piedras. Un pedazo de ladrillo impacta en mi
cara. Me caigo. Con las dos manos intento frenar la sangre que brota de mi boca.
La sangre corre por las manos, los brazos y mancha la camiseta. Don ángel corre
por el bidón de agua de los jugadores y vuelca el liquido sobre la herida.
Observa unos segundos y con tranquilidad y viveza me saca de la cancha por el túnel
antes de que lo cierren.
En
el vestuario todos intuían que se venia la clausura del estadio. Dirigentes y
jugadores discutían. Había clima de festejo y bronca. Perducca gritaba: Si lo
pibes tienen que trabajar con estas bestias en las tribunas me voy a la mierda.
Papá llegó con la chomba empapada de transpiración. Fatigado. Desde joven
sufría de asma y los nervios lo dejaban sin aire en los pulmones. Correr lo
dejaba “A la miseria” como decía el abuelo. Don ángel, rápido como un rayo, le
revoleó una toalla húmeda que él atrapó en el aire y me la apoyó sobre la cara.
Papá tosió fuerte varias veces. Luego respiró hondo y se aplicó una dosis del
Ventolin que vivía en el bolsillo trasero de su pantalón. Luego se apoyó con la
mano y el brazo izquierdo contra una columna y comenzó a respirar más despacio.
En pocos minutos logró intercambiar unas palabras con el viejo Perducca. Sin
mucha despedida salimos rumbo a la
Sala de Primeros Auxilios anexa al club. Al parecer hacía ese
pequeño centro de salud estaban derivando a los heridos del estadio. Fuimos
caminando despacio. Papá respiraba y caminaba lento. En la vereda, bajo la
tribuna, un grupo de policías protegían las ventanas y la puerta de salida del
vestuario de visitantes. Los jugadores de Quilmes aún estaban en el estadio y
los hinchas de Temperley les seguían gritando desde la calle: “Celeste,
celeste. Cueste lo que cueste”.
Tardamos
algo más de veinte minutos en recorrer la media cuadra que separaba la puerta
de la cancha de la puerta de la salita. Pero llegamos. En el hall una mujer
vestida con uniforme y gorro verde nos atendió de forma gentil y ágil. Me preguntó
si aún me dolía la herida, si podía esperar unos minutos y nos pidió que nos
sentáramos. Nos aclaró que el doctor recién había llegado de la cancha. Era
evidente que había más trabajo que de costumbre. Papá le protestó porque él
consideraba que yo era un niño y merecía prioridad. La enfermera movió su
cabeza hacia ambos lados como única respuesta. Nos sentamos en el pasillo al
que abría el consultorio junto a quienes esperaban para ser atendidos. Del
grupo, el que peor se veía era un flaquito con varios moretones en la cara y el
pelo hecho un mazacote de mugre y sangre. Tenía el torso desnudo y en el cuello
llevaba atada una camiseta de Quilmes. Verlo daba lastima y ganas de vomitar.
En
la Salita se
atendían todos los jugadores profesionales del Club. El medico del plantel
trabajaba allí. El Doctor Beccari, a quien Don Ángel le decía “El Matasanos”,
viajaba en el ómnibus con los titulares cuando éramos visitantes, entraba a la
cancha y cada tanto se daba alguna vuelta por la práctica. Todos lo admiraban
por su mano mágica para calmar los golpes de los contrarios en unos pocos
segundos. El mismísimo flaco Beccari me curaría la boca sin cobrarnos un peso.
Sentía que varios dientes se me caerían esa tarde pero yo estaba loco de
emoción.
El
flaco en persona nos hizo ingresar al consultorio. Vestía camisa de riguroso celeste
y pantalón azul. Llevaba, sobre el brazo derecho, el brazalete rojo de Medico
con el que entraba a la cancha. Tenía un cigarrillo encendido entre los labios
y el bigote despeinado. Sin ni siquiera mirarme le ordenó a papá que retire la
venda que traía puesta sobre la boca y que me limpiara toda la zona con
alcohol. Le habló como si lo conociera de toda la vida o trabajaran juntos. “Quiero
ver la herida”, le dijo a papá. Si mas dilaciones el doctor tiró el pucho a un
costado, se calzó los anteojos y con su mano derecha tocó mi pera. Abrió la
herida, apoyó un algodón con algo picante y yo grité como toda la hinchada de
Temperley junta. El flaco tosió sorprendido. Papá me sujeto la espalda para que
no me moviera y el flaco se volvió a acercar. Miró por segunda vez y dictaminó:
Hay que coser.
Me
recostaron sobre la camilla y papá apretó mis manos mientras llegaban las
cosas. Por la puerta ingresaban los sonidos de pasos agitados, de charlas cortas,
de saludos y gritos de alegría. El flaco Beccari prendió otro cigarrillo y
soltó: Hoy si que les dimos una buena paliza a estos culos rotos de Quilmes. El
formol que inundaba el lugar me desmayó.
Llegamos
a casa con dos horas de retraso, con tres puntos bajo el labio inferior y una
camiseta de Temperley vieja que me prestaron en la salita. Mamá, desde lejos,
parecía enojada. De nada sirvieron las palabras de papá que intentaba calmarla.
En la cocina de casa la radio informaba que la policía tenía varios detenidos.
Se decía que en el cruce de Pasco y Brow había enfrentamientos de simpatizantes
de Temperley con los micros de Quilmes. El celeste tenía mucha hinchada del
otro lado de las vías. Los bombos de la
JP venían de esos barrios.
Suspendieron el Estadio por dos
fechas. Yo nunca mas trabajé de alcanza pelotas. Por suerte se venía el mundial
de Alemania y daba para olvidar.
(continuará......)
dice: Oscar Temperley Kpo
ResponderEliminarMi mamá me llevó a la cancha. tenía 9 años hoy tengo 47. me enamoré del club, los colores y la gente que cada uno es un personaje. Me acuerdo de sin cogote famose hincha mi amigo el gallegito cuando alla en el 2001 no andamos bien nacio mi nena el 23 de agosto ese dia ganamos me pregunto la enfermera como se va a llamar ? ni lo dude celeste milagro ( x que ganamos fue un milagro celeste )en el cierre del club me puse mal recorria las almacenes para llevar los sanguches y bebidas a los jugadores