lunes, 23 de septiembre de 2013

Texto 4

Pichón de abuelo


El viejo Perducca se acercó a la canchita donde practicaban las inferiores, se apoyó sobre un tirante de madera y nos bichó un largo rato sin abrir la boca. Don ángel llevaba puesto un pañuelo mojado cubriéndole la pelada. Sus ojos brillaban. Parecía inquieto. Cada tanto se paraba para acercarse al bidón de agua y darle un buen sorbo. El aire seco del verano y la tierra de la canchita hacían que el polvo fuera una maldición para sus pulmones.
            Angelito en el verano del 74, estaba flaco, muy flaco. Barbudo y quizás algo encorvado. Vivía en un cuarto ubicado debajo de la tribuna de los Locales. Cerca de los vestuarios. En el mismo sitio guardaba sus herramientas de trabajo: Dos regaderas de cinc, varias bolsas de cal, una cortadora de pasto, tres rastrillos y algo de veneno para las hormigas. Sobre un estante de madera descansaban las redes de los arcos, los banderines del córner y alguna que otra pelota Nº 5. Bajo su atenta mirada y sus manos laboriosas estaban el mantenimiento del césped del estadio y la colocación de banderines y redes los viernes previos al partido. La cancha era un asunto de él y de nadie más. Perducca disponía si se podía utilizar el estadio luego de una lluvia intensa o si había que sembrar pasto en algún sitio. Como si fuera poco este año los de la comisión de fútbol le pidieron que además se encargara de los balones que se perdían por los laterales. El problema se había generalizado en todas las canchas. Primero, porque la gente se los afanaba y segundo, porque se perdía un tiempo de locos en cada lateral. Finalmente porque estaba bien visto poner a los pibes de las inferiores para el trabajo de alcanzar pelotas.
            Perducca fue el encargado de seleccionar al primer grupo que realizaría la tarea. El viejo, tosiendo, con el eterno pucho sin encender en la boca nos miró y dijo: Vos, vos, vos y vos se me vienen el sábado al mediodía porque salen a la cancha para alcanzar los balones que se meten detrás de los carteles. Se traen botines, jabón y toalla. Los pantalones cortos, las medias y las camisetas las pone el Club. Señores, les pido que no me coman mucho antes de venir. No quiero verlos quietos porque están pesados. Antes de saludarnos, miró de reojo al 7 y le dijo: Mijito ud es un morfón.   El viejo sabía de futbol y podía decir lo que quisiera a quien quisiera. El era algo si como la gloria viva del club. Un jugador con historia deportiva propia a quien el destino, no siempre justo, dejó para siempre en Temperley. Mi abuelo decía que él había ganado una medalla Olímpica. En Ámsterdam. En un partido que perdimos contra los Uruguayos, en la final del 28. En el club aseguraban que “angelito” le jodió una tarde entera al Boca Juniors de la década del 20. Años en los cuales los Xeneises ganaban hasta en las canchas de bochas. Su lealtad justificaría aquel cariño que le guardaba el abuelo cuando se ponía serio y sentenciaba: “al ángel, lo llamaron para jugar todos los equipos grandes y él prefirió quedarse con los suyos. En el barrio”.
            Después de la práctica corrí hasta casa y le conté a mamá. Ella escuchó en silencio y no dijo una palabra. Lo cual era un poco raro. Mamá solía estar en contra de todo lo que sucediera en el Club. Creo que no le interesaba el fútbol. Al menos en esta oportunidad, y esto no era poca cosa, no parecía estar en contra. Imaginé que Papá si se pondría muy contento. Él, desde niño, iba a la cancha con el abuelo. Pensé que el sábado podríamos ir todos. Lastima que al abuelo le suspendieron la entrada al Club porque se peleaba con todo el mundo. Y por todo el mundo quiero decir: contrarios y locales.
            Esperé la llegada de papá despierto. No pensaba dormirme sin contarle. Cuando escuché sus pasos por el pasillo salté de la cama y lo alcancé antes de que abriera la puerta de su habitación. La noticia de mi entrada al estadio el sábado me picaba en la boca más que las sopas de mamá. Regresamos al dormitorio. Marcelo dormía. Le conté todo de un tirón. Papá miró el afiche del Celeste, hizo un silencio como de admiración y dijo en voz baja: Mañana salimos juntos. No podes ir con esos botines viejos. Dormite. No despiertes a tu hermano.
            Los Sacachispas de lona dejaron paso a los Fulvence de cuero con tres líneas en V una mañana de viernes con llovizna suave pero interminable. Justo un día antes del partido con Sportivo Dock Sud donde los celestes estrenaríamos la condición de local. La elección fue rápida. Hacia meses que ambos sabíamos lo que queríamos. Sólo faltaba la plata.
            La tarde de mi debut, como auxiliar de cancha, el celeste salió del túnel con Hernandorena; Agostinelli, Panizo, Salvador  y Di Bastiano; García, Magalhaes, Biondi, Arrivillaga, Patti y Corbalán. En pocos segundos la cancha se cubrió con los papelitos que bajaban desde la tribuna y la platea. Miles de trozos de viejos diarios rotos cubrían el césped como una espesa capa de nieve sucia. Cuando Temperley pisó el estadio los visitantes ya peloteaban contra el arco alejado de la tribuna local. Al trote corto todos los jugadores fueron al medio de la cancha para saludar a la parcialidad con los brazos en alto. Atrás de ellos salieron los fotógrafos. El celeste se preparó para su primera foto en el Berenger. La foto del local, con la tribuna llena de banderas como fondo. La multitud era un sólo grito: Soy celeste, soy celeste. Celeste yo soy. Seguido del clásico: Que grite la platea. La, la, la, la.
            Dejé mi puesto y corrí hasta el medio de la cancha y me paré entre medio de Panizzo y Agostinelli. Ambos estaban de pie con los brazos cruzados. No hubiera llegado a la punta donde estaba el negro Corbalán antes de las instantáneas. Los fotógrafos dispararon sus maquinas mientras se escuchaba a las tribunas cantar juntas por primera y última vez: Perón, Perón que grande sos. Mi general cuanto vales…
            Panizzo, el capitán celeste, marchó junto a los árbitros para el sorteo. Yo quedé ubicado contra el alambre que daba a la platea. El menos peligroso. Tenía el sol en la espalda y al negro Corbalán del otro lado. No podía quejarme, lo vería correr pegado a la línea de cal en el segundo tiempo. En el que se definían todos los partidos.
            La sorpresa fue ver a papá, a mi hermano y al abuelo en la platea. Creo pagaron la entrada sólo por tenerme cerca y evitar los controles de la policía en la tribuna. Ninguno había pisado la platea en su vida. Ellos iban al tablón. Al sitio mismo donde las banderas celestes se agitaban y se tomaba vino. El viejo se acercó al tejido del alambrado y me saludó mientras los jugadores se acomodaban para empezar el primer tiempo. Después lo vi sentado en la segunda fila. Junto a papá. Se pasaron todo el primer tiempo gritándome.
            Cuando faltaban diez minutos para terminar el partido el negro Corbalán llega a mi lado para hacer un lateral. Corrí y le llevé la pelota casi hasta las manos. El negro miro al árbitro y al descubrir que nadie le prestaba atención la volvió a tirar al costado y le indicó a Salvador que él reponga el balón. Yo tuve que correr tras una pelota que picaba en cada pozo. Los del banco visitante casi me dan una patada en el culo al pasar frente a ellos. Regresé se la di a Salvador y él sacó rápido para el negro que no paró hasta el área en donde le tiraron una patada desde atrás. El arbitro Aramburu cobró penal para Temperley. Segundos después Di Bastiano se acercó al balón y reventó la red. El estadio explotó. Cayeron más papeles y las camisetas celestes se abrazaron frente a la tribuna. Papá se acercó al alambrado y gritó ese gol como si fuera el último que haríamos en varios años. Le escuché decir algo así como: ahora si que no nos para nadie. Vamos celeste la puta que lo parió y después, con ojos picaros, “negrito no corras por la pelota. Tarda todo lo que puedas no ves que ganamos”.
            En la salida del estadio el abuelo me felicitó por mi trabajo en el gol. Juró volver a la cancha para la final que, según él, sería contra Lanús o Quilmes. Metió la mano en el bolsillo y me dio un billete de cien pesos como regalo por mi cumpleaños. Mañana cumplía 13 años. Tenía botines nuevos y Temperley  había ganado de local. Que más podía pedir.  
            Dos horas después en la pizzería donde papá trabajaba por las noches la radio se escuchaba suave y anodina. Ya nadie trasmitía fútbol. La música no atraía ni alejaba clientes. Sobre una esquina de la mesada, contra el horno, un hombre calvo cortaba tomates y ajos para preparar la salsa. Dos viejos bebían en silencio. El teléfono público tenía el tubo roto y caído. En la estación había alboroto. El tren rápido rumbo a  Mar del Plata pasaba en media hora. Según papá en ese horario mucha gente se acercaba a despedir a un pariente y algunos se comían una porción de pizza o se tomaban una cerveza luego de los saludos.
            Papá fumaba particulares 30 sin filtro y a mi me gustaba el olor amargo que despedían. Él quiso fumar y como no tenía mas que dos puchos me envió al quiosco. Regresé a la mesa con el atado que él necesitaba fumar para poder pasar la noche en paz. Me gustaba comprarle los cigarrillos, hablar con el quiosquero y usar el vuelto en chicles. Cuando estuve frente a él le acerqué el atado abierto con un cigarrillo suelto para que pudiera sacarlo sin ensuciar el resto. Papá sonrió agradecido.
            Papá no era muy conversador. Habló, si, unas pocas palabras del partido que acabábamos de ganar. Yo quería hablar del celeste. En realidad yo quería hablar de otra cosa pero no quería ir directo al asunto. Llevaba varios días con una sola pregunta para hacerle. Con un sólo pensamiento cuyo origen era confuso. En parte quería saber para estar tranquilo. En parte quería saber para responderles a los vecinos. En el almacén había escuchado algo como: “el cana sacó un sable y arremetió contra los que hacían la cola para comprar una entrada a la tribuna” y “el policía estaba arriba de un caballo y él lo bajó de un solo golpe”. Todos los cuentos coincidían en que el escenario del asesinato era la cancha de Temperley. El almacenero y su mujer y luego el ferretero me insinuaron, en varias oportunidades y de maneras muy sutiles, que debía hablar con papá. Me temblaban las piernas de pensar en la respuesta.
            ¿Papá el abuelo mató a un policía?
            Él tiró el pucho recién encendido al piso y con el mismo envión me estrelló su mano en la cara. “Ni se te ocurra preguntar otra vez” dijo apurado. Mi cara se inflamó en segundos. Él mismo me llevó a la canilla del lavaplatos y me enterró en la pileta hasta que creyó que la hinchazón estaba controlada. Él pegaba muy rápido y fuerte. Jamás practicó boxeo, ni nada pero pegaba muy fuerte. La puerta del baño de casa tiene dos agujeros que él hizo por no estrellarle la cara a mamá. Papá pegaba muy fuerte. Recuerdo cuando partía tablas de madera por una cerveza que pagaba el abuelo. Recuerdo cuando doblaba las tapitas de chapa de esas cervezas con los dedos de una mano por más cerveza. O cuando nos levantaba a Marcelo y a mi juntos sobre sus hombros porque nadie le creía.
            No recuerdo volver preguntarle nunca por el famoso asesinato del policía que todo el barrio le adjudicaba, con orgullo o vergüenza, al abuelo Pichón. La fiesta de cumpleaños se suspendió y no recibí ningún regalo.


Continuará........

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