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Yo quería ser Horacio, “el negro”, Corbalán.
Soñaba con picar por la izquierda, pegado a la línea de cal, hasta el banderín
del corner para sacar un centro atrás directo a la cabeza del nueve. Me
imaginaba haciendo la diagonal, enganchando la pelota con la zurda, frente a un
solitario arquero incapaz de frenar una redonda que viajara, sobre el césped,
rumbo a la red. Soñaba, de día y de noche, con llevar puesta la camiseta
celeste con el número 11 en la espalda. Sin mucho esfuerzo podía verme saliendo
del túnel con los papelitos cayendo sobre mi cabeza, con el grito de aliento de
la hinchada y el aplauso exigente de la platea. Tenía muy frescos en el corazón
los recuerdos del subcampeonato del año pasado. Quería ser “el negro” porqué él
conocía la historia del Club; porque él vivió de cerca los campeonatos en los
que el ascenso a primera no se daba por uno o dos puntos; porque el negro Corbalan
llegó a titular desde las inferiores. Desde el mismo semillero en el que yo
jugaba los martes, jueves y domingos. Su camiseta celeste con bolsillo verde,
testigo fiel del paso del negro por las inferiores, estaba colgada en el hall
de la Sede. Sobre
la tela gastada por el sol y los lavados estaba escrito: Un abrazo a todos “Los
Piojos”. Corbalán. Yo era un Piojo del 61.
Cuando
el diario La Unión
publicó la fecha del inicio del torneo del ascenso mis sueños de ser futbolista
aumentaron. Busqué datos sobre “El negro” en las revistas “Goles” y “El
Gráfico” que teníamos en casa. Con espíritu detectivesco rastreé datos sobre su
vida. Me enteré que él nació en Tucumán en la navidad del cuarenta y ocho; que
su nombre completo era Estaban Horacio, por sus dos abuelos y que lo apodaron
“el cucaracha” por ser negro, escurridizo y difícil de extinguir. Los cuatro
hermanos Corbalan y sus esposas con los 9 hijos llegaron a Temperley en mayo
del cincuenta y cinco y jamás se fueron. De la revista “Goles” de noviembre del
73 arranqué la única foto que salió de Temperley ese año y la colgué sobre mi
cama. En esa foto el negro llevaba el pelo largo y sonreía con sus dientes
chuecos y blancos. Tenía una sonrisa picara, sana. Sus ojos oscuros eran
capaces de darle vida a la foto entera. En esa foto, el once celeste, está en
cuclillas con el brazo izquierdo sobre los hombros del “Tanque” Vitulano, el goleador
del equipo. Junto a ellos posan agachados, Magalahes, Biondi y Alejo Escos.
Salvo “el negro” todos parecen saber que no ascenderían ese año, que la
maldición de los equipos chicos caería sobre ellos. Me sentía intrigado por los
detalles importantes de un jugador profesional. Quería saber como se ataban los
botines, quería escuchar como se pedía una pelota. ¿Como adivinar cuando
desmarcarse y picar al vació? En fin, imaginaba, en silencio, que habría mucho
que aprender antes de poder correr pegado a la línea para enviar el centro
atrás.
Para
ser un futbolista de primera como el negro Corbalán imaginé una estrategia más
efectiva que la lectura de revistas: Ir a la práctica y volver al espionaje.
Con el plan secreto de espiar al “negro” Corbalán decidido di el primer paso en
su resolución. Convencí a mi hermano Marcelo y a nuestro vecino el Colo de
asistir al entrenamiento del Celeste. Fuimos el primer miércoles de febrero
porque los socios no pagaban. Se entraba con carnet y cuota al día. Los tres
fuimos caminando hasta la cancha. Nos ubicamos en la tribuna visitante. La que
daba al ferrocarril. La que nunca se llenaba. Ni en los entrenamientos, ni en
los partidos oficiales. Poca gente se acercaba hasta el Sur para alentar a su
equipo. Estaba convencido de que contra ese arco atacaría la formación titular
del próximo sábado. En ese equipo, sin lugar a dudas, se alistaría “el negro”.
Al rato, un grupo de treinta personas salieron del túnel al trote. Conversando
entre ellos. Varias pelotas volaron al aire como oscuras luces de bengalas.
Ninguno llevaba puesta la camiseta del club. Vestían chalecos naranjas o
verdes. Del pelotón yo distinguí al negro y sólo al negro. Corbalán salió con
el pelo mojado. Moviendo la cabeza hacía los costados. Saludando a la tribuna
con los brazos en alto.
Una
vez en la cancha los jugadores se fueron desparramando por distintos sectores.
En el grupo más numeroso peloteaban entre si. Alguien, no sé quien, hacía de
“Loco”. Cerca de la platea otro grupito hacía piques cortos. Tres jugadores se
fueron con el arquero Hernadorena a tirarle remates al arco que daba a la
tribuna Local. Patti y el negro realizaron unas flexiones y luego comenzaron
una vuelta entera a la cancha para entrar en calor. Que dupla. Ambos trotaban a
los saltitos, moviendo los brazos al mismo tiempo que las piernas. Llevaban las
manos cerradas y el cuerpo tirado hacia delante. Cada tanto sacaban un puntapié
al vacío como tirando un centro sin pelota o flexionaban el cuerpo para tocar
el césped con la mano. Cuando pasaron debajo de la tribuna visitante, ambos
saludaron. Me tiré contra el alambrado y me trepé unos pasos para ver mejor. Quería
correr a su lado. Con ellos. Jamás puse un pie en la cancha oficial. Las
inferiores no jugaban ningún partido en el estadio. Estaba prohibido entrar al
campo.
El
primer sábado de febrero del 74 sería el debut del nuevo plantel. El técnico y
las incorporaciones harían su presentación oficial. Jugábamos de visitantes.
Para llegar al estadio de Talleres tendríamos que viajar en el ómnibus con la
hinchada. A ninguno de nosotros nos dejarían viajar en esas condiciones a la
cancha. Eso estaba decidido por nuestros padres y parecía inamovible. Maldije
una y otra vez no vivir en Remedios de Escalada. Por las dudas, de paso,
también putie a San Martín. Mientras mi enojó aumentaba en la cancha se armó un
picado de titulares contra suplentes. Por alguna razón no se cobraban los fuera
de juego del equipo titular y los tiros libres en su contra se pateaban dos
veces. El partido terminó 5 a
1. con goles de Patty, Di Bastiano y tres
del negro Corbalan.
Cada
vez que la zurda del negro rozó el césped del Berenguer un grito del gol
ahogado recorrió el hormigón de las tribunas como una bandera celeste en pleno
vuelo. Verlo jugar de cerca fue un regalo. Sus gambetas podían silenciar a diez
mil personas en un segundo. La “Voz del Estadio” tartamudeaba en los
altoparlantes cuando anunciaba su entrada en la cancha. El negro, aún con las
medias caídas y los botines sin atar, era un Super Héroe aunque de cerca
parecía un palito. Como Ortega, el otro Tucumano celebre.
Continuará...
Continuará...
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