lunes, 9 de septiembre de 2013

Texto 2

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Yo quería ser Horacio, “el negro”, Corbalán. Soñaba con picar por la izquierda, pegado a la línea de cal, hasta el banderín del corner para sacar un centro atrás directo a la cabeza del nueve. Me imaginaba haciendo la diagonal, enganchando la pelota con la zurda, frente a un solitario arquero incapaz de frenar una redonda que viajara, sobre el césped, rumbo a la red. Soñaba, de día y de noche, con llevar puesta la camiseta celeste con el número 11 en la espalda. Sin mucho esfuerzo podía verme saliendo del túnel con los papelitos cayendo sobre mi cabeza, con el grito de aliento de la hinchada y el aplauso exigente de la platea. Tenía muy frescos en el corazón los recuerdos del subcampeonato del año pasado. Quería ser “el negro” porqué él conocía la historia del Club; porque él vivió de cerca los campeonatos en los que el ascenso a primera no se daba por uno o dos puntos; porque el negro Corbalan llegó a titular desde las inferiores. Desde el mismo semillero en el que yo jugaba los martes, jueves y domingos. Su camiseta celeste con bolsillo verde, testigo fiel del paso del negro por las inferiores, estaba colgada en el hall de la Sede. Sobre la tela gastada por el sol y los lavados estaba escrito: Un abrazo a todos “Los Piojos”. Corbalán. Yo era un Piojo del 61.
            Cuando el diario La Unión publicó la fecha del inicio del torneo del ascenso mis sueños de ser futbolista aumentaron. Busqué datos sobre “El negro” en las revistas “Goles” y “El Gráfico” que teníamos en casa. Con espíritu detectivesco rastreé datos sobre su vida. Me enteré que él nació en Tucumán en la navidad del cuarenta y ocho; que su nombre completo era Estaban Horacio, por sus dos abuelos y que lo apodaron “el cucaracha” por ser negro, escurridizo y difícil de extinguir. Los cuatro hermanos Corbalan y sus esposas con los 9 hijos llegaron a Temperley en mayo del cincuenta y cinco y jamás se fueron. De la revista “Goles” de noviembre del 73 arranqué la única foto que salió de Temperley ese año y la colgué sobre mi cama. En esa foto el negro llevaba el pelo largo y sonreía con sus dientes chuecos y blancos. Tenía una sonrisa picara, sana. Sus ojos oscuros eran capaces de darle vida a la foto entera. En esa foto, el once celeste, está en cuclillas con el brazo izquierdo sobre los hombros del “Tanque” Vitulano, el goleador del equipo. Junto a ellos posan agachados, Magalahes, Biondi y Alejo Escos. Salvo “el negro” todos parecen saber que no ascenderían ese año, que la maldición de los equipos chicos caería sobre ellos. Me sentía intrigado por los detalles importantes de un jugador profesional. Quería saber como se ataban los botines, quería escuchar como se pedía una pelota. ¿Como adivinar cuando desmarcarse y picar al vació? En fin, imaginaba, en silencio, que habría mucho que aprender antes de poder correr pegado a la línea para enviar el centro atrás.
            Para ser un futbolista de primera como el negro Corbalán imaginé una estrategia más efectiva que la lectura de revistas: Ir a la práctica y volver al espionaje. Con el plan secreto de espiar al “negro” Corbalán decidido di el primer paso en su resolución. Convencí a mi hermano Marcelo y a nuestro vecino el Colo de asistir al entrenamiento del Celeste. Fuimos el primer miércoles de febrero porque los socios no pagaban. Se entraba con carnet y cuota al día. Los tres fuimos caminando hasta la cancha. Nos ubicamos en la tribuna visitante. La que daba al ferrocarril. La que nunca se llenaba. Ni en los entrenamientos, ni en los partidos oficiales. Poca gente se acercaba hasta el Sur para alentar a su equipo. Estaba convencido de que contra ese arco atacaría la formación titular del próximo sábado. En ese equipo, sin lugar a dudas, se alistaría “el negro”. Al rato, un grupo de treinta personas salieron del túnel al trote. Conversando entre ellos. Varias pelotas volaron al aire como oscuras luces de bengalas. Ninguno llevaba puesta la camiseta del club. Vestían chalecos naranjas o verdes. Del pelotón yo distinguí al negro y sólo al negro. Corbalán salió con el pelo mojado. Moviendo la cabeza hacía los costados. Saludando a la tribuna con los brazos en alto.
            Una vez en la cancha los jugadores se fueron desparramando por distintos sectores. En el grupo más numeroso peloteaban entre si. Alguien, no sé quien, hacía de “Loco”. Cerca de la platea otro grupito hacía piques cortos. Tres jugadores se fueron con el arquero Hernadorena a tirarle remates al arco que daba a la tribuna Local. Patti y el negro realizaron unas flexiones y luego comenzaron una vuelta entera a la cancha para entrar en calor. Que dupla. Ambos trotaban a los saltitos, moviendo los brazos al mismo tiempo que las piernas. Llevaban las manos cerradas y el cuerpo tirado hacia delante. Cada tanto sacaban un puntapié al vacío como tirando un centro sin pelota o flexionaban el cuerpo para tocar el césped con la mano. Cuando pasaron debajo de la tribuna visitante, ambos saludaron. Me tiré contra el alambrado y me trepé unos pasos para ver mejor. Quería correr a su lado. Con ellos. Jamás puse un pie en la cancha oficial. Las inferiores no jugaban ningún partido en el estadio. Estaba prohibido entrar al campo.
            El primer sábado de febrero del 74 sería el debut del nuevo plantel. El técnico y las incorporaciones harían su presentación oficial. Jugábamos de visitantes. Para llegar al estadio de Talleres tendríamos que viajar en el ómnibus con la hinchada. A ninguno de nosotros nos dejarían viajar en esas condiciones a la cancha. Eso estaba decidido por nuestros padres y parecía inamovible. Maldije una y otra vez no vivir en Remedios de Escalada. Por las dudas, de paso, también putie a San Martín. Mientras mi enojó aumentaba en la cancha se armó un picado de titulares contra suplentes. Por alguna razón no se cobraban los fuera de juego del equipo titular y los tiros libres en su contra se pateaban dos veces. El partido terminó 5 a 1. con goles de  Patty, Di Bastiano y tres del negro Corbalan.
            Cada vez que la zurda del negro rozó el césped del Berenguer un grito del gol ahogado recorrió el hormigón de las tribunas como una bandera celeste en pleno vuelo. Verlo jugar de cerca fue un regalo. Sus gambetas podían silenciar a diez mil personas en un segundo. La “Voz del Estadio” tartamudeaba en los altoparlantes cuando anunciaba su entrada en la cancha. El negro, aún con las medias caídas y los botines sin atar, era un Super Héroe aunque de cerca parecía un palito. Como Ortega, el otro Tucumano celebre.


Continuará...

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